CRÓNICAS DESDE EL ADRIÁTICO: El orden del universo, por Ángeles Sánchez



Son las siete de la mañana y te despiertas sobresaltada: “¡Qué ganas tengo de estrellar ese despertador!”, piensas. Te diriges al balcón, lo abres y: “Otra vez nubes, ¡bien!”. Medio zombie intentas llegar hasta la cocina estrellandote contra todo. Un ojo cerrado y el otro abierto, después del shock que la luz produce en ellos, no quieres sufrir más de lo realmente necesario.

Buscas a tientas en la nevera la leche y el zumo y, mientras te vas acostumbrando a la mañana, te preparas un café y piensas: “Estas horas deberían estar prohibidas”. Primero el zumo, durante el tiempo que necesita el café para prepararse. Te haces un cigarro: “¡Maldito vicio!” Después, el café que, según piensas, no te va ha hacer nada, es imposible que te quite el sueño: “Debería tomarme algún producto químico que acabe con todo este mal estar.” Es entonces cuando recurres al ibuprofeno, verdugo de todas las resacas.

Miras el reloj, tienes veinte minutos para arreglarte. Sin saber cómo, ha pasado media hora desde que te has levantado. “¡Caprichoso tiempo! Cuando tiene que pasar despacio, va rápido y cuando debe ir deprisa, es lento y tedioso.” Pronuncias tus primeras palabras del día: “¡Mierda, no llego!” Y vuelves otra vez a la habitación, otra vez estampándote contra todos los marcos de puertas posibles, sin dejar ni uno. Te vistes, sin tener muy claro si la ropa que te estás poniendo queda bien o si te estás disfrazando por las prisas. Sales corriendo al lavabo para lavarte los dientes y peinarte: “Una coleta, es lo más rápido”.

Las ocho de la mañana. Has conseguido coger el autobús y ya estás en clase, esperando al profesor de turno que siempre llega tarde. Empieza la clase: “¿Comploqué? ¿De que está hablando?” Evidentemente tu cerebro no está preparado para entender palabras complicadas y formulas extrañas así que al cabo de poco, desconectas. Te pones a dibujar sobre los apuntes. “En fin, aquí sale todo, sólo tengo que pasarme la tarde entera traduciéndolo”.

Tras seis horas aburridas con el mismo profesor, con la cabeza como un bombo, vuelves a casa: “Y ahora, ¿qué me hago para comer?” Mientras te decides, escuchas leves susurros que vienen desde tu cama: “Veeen, te estoy esperando.” Y ni tu mente ni tu cuerpo te piden otra cosa que no sea hacerle caso: “Son las tres, puedes dormir una hora, comer después e ir al café a las cuatro y media.” Y así lo haces. Una hora de sueño que te ha fastidiado más que despejado porque, al despertar, tienes la boca pastosa, la cabeza a punto de reventar, una rabia insoportable que te nace de muy dentro y un hambre voraz. Saqueas la nevera, restos de la comida de ayer y un poco de pan. Sales corriendo, ya te han llamado tres veces: “Impacientes, ya voy.”

Las dos horas que dura la tertulia del café son incluso peor que las seis de clase. Todo el mundo habla al mismo tiempo y tú eres incapaz de centrarte en una conversación, por lo que te pasas el rato asintiendo y negando con la cabeza, sin saber a qué. Entonces, en la despedida, te dicen: “A las diez pasas a por nosotras.” A lo que piensas: “Pero ¿dónde vamos hoy?”.

Vuelves a casa, enciendes esperanzada el ordenador pensando que te distraerá. Nada, no hay nada que hacer, respondes a los comentarios de tus amigas en facebook, descargas un capítulo de cualquier serie, te tumbas en la cama, apagas la luz y, antes de darte cuenta, vuelves a dormir como un angelito. Un par de horitas y cuando te despiertas, bueno, esta vez estás un poco mejor. En el cómputo general de horas dormidas en el día ya te salen un mínimo de ocho.



Después de una ducha energética de agua caliente y de un café preparado en casa junto con tu tabaco de liar, te arreglas, otra vez. En esta ocasión prestando un poco más de atención a los detalles, piensas: “¿Las diez menos cuarto de la noche es realmente la mejor hora del día para encontrarse despierta y animada?”

Y sales, hay fiesta en un piso. “Bien, así no hay que andar y subir cuestas”. Para cenar: fajitas y vino. Después chupitos de limoncello y postre típico mallorquín y, para rematar la noche, cubatas de vodka polaco. Antes de darte cuenta, sois más de quince personas en el piso. A algunas no las habías visto nunca. “¿Es posible que no haya ni un solo chico guapo en toda esta ciudad?” Te autoconvences de que sí, de que es posible. Pero para entonces ya es tarde, tarde para intentar pensar con claridad, para intentar hacer conexiones lógicas entre los pensamientos. Llega un punto en el que lo único que sabes a ciencia cierta es que estás bailando encima de la mesa al son de un cantante portugués. Sin tener idea de por qué recuerdas una famosa frase de K. Anne Porter:

"Parece haber cierto orden en el universo, en el movimiento de las estrellas, en la rotación de la tierra y en el cambio de las estaciones. Pero la vida humana es todo un caos".

Y entonces miras por la ventana, el cielo se ha despejado y ahí están las estrellas y la luna, mirando, tan acostumbradas a su cosmos, este caos que se puede generar en una fiesta cualquiera de un piso cualquiera en una ciudad cualquiera.

Son las siete de la mañana y te despiertas sobresaltada...

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