EL DIARIO DE ANA: Detalles, por Ana L.C.



Han pasado más de dos años y durante ese tiempo la fe sólida en mí misma me hizo sorda, ciega e insensible a cualquier incipiente atisbo de nostalgia. La seguridad en mi determinación y la convicción en mi decisión hicieron que la más mínima duda o el más minúsculo arrepentimiento pudieran echar raíces en mi conciencia. Simplemente hice lo que hice porque me vi obligada a ello, porque ya no podía soportarlo por más tiempo, porque mi dignidad se desquebrajaba como un edificio al borde del derribo. Tomé la decisión y la llevé a cabo, luego, con la cabeza bien alta y orgullosa de mi fuerza y seguridad, me alejé sin volver la mirada ni un momento… Pero a las dos horas estaba deshecha en llanto y haciendo esfuerzos sublimes para no coger el teléfono y marcar su número para pedirle que me perdonara, que lo olvidara todo, que borrón y cuenta nueva, que volviera junto a mí… Sin embargo no lo hice, manteniéndome firme, a pesar de todo, con lo que mi ego se fue haciendo cada día más grande hasta llegar a ese punto donde ya es inviable la vuelta atrás.

Comenzó entonces la fase de desmantelamiento de cualquier imagen del amor, o de la ternura, incluso de la amistad, y para ello nada mejor que el ataque despiadado con los misiles cargados del aprovechamiento de sus actitudes más mezquinas, recuperadas de los baúles del pasado y aderezadas por mi imaginación ofendida y la aparición de un odio intolerante que, en algunas ocasiones, me llegó a sorprender por el hecho de que hubiera estado dormido tanto tiempo en mi interior. Y todo apoyado estratégicamente por los comentarios de mis amistades quienes se dedicaron a disparar ráfagas mortales de recuerdos exiliados y a ser francotiradores indiscriminados de secretos nunca violados, hasta aquel momento, por mi bien, claro. Y yo dispuesta a creerme cualquier cosa que ensanchase más la base de mi decisión y me elevase hasta las alturas del martirio… Llegado a este punto, la solución más adecuada era la destrucción, y en ella puse mi empeño durante unos meses.

La siguiente fase fue la autoafirmación y en ella aparecieron las amistades aduladoras y exageradamente divertidas que pretendían vivir en una especie de adolescencia patética, basada en la compañía fácil y el polvo ambiguo y sin consecuencias ni cadenas. Y a los gritos guerreros de “¡Hay que vivir!” o “¡Aprovecha el tiempo perdido!”, me vi enrolada en las huestes de diversas redes sociales internaúticas de las denominadas, eufemísticamente, “singles”, cuando en realidad todos huíamos de la realidad como de la peste. El chateo llegó a ser una de las actividades más importantes de mi existencia cotidiana y conseguí unas dotes bastante elevadas en el sutil arte de la mentira… Incluso algunas noches, tras de las consabidas cenas de amigas que atentan contra todo voluntarioso régimen indefinido y la consiguientes carreras de chupitos y cubatas que ayudan a llegar hasta la suave línea de la impudicia, nos colábamos en alguna discoteca de maduritos donde creía rejuvenecer ante los torpes requiebros de varios divorciados desesperados por sentirse todavía vivos, o ante las manos hambrientas de turgencias olvidadas, y en más de una ocasión llegué a pillar cacho en pasillos invisibles de aseos inmundos, o en asientos inciertos de coches mal aparcados, o en camas de sábanas anónimas… Lo curioso es que todas estas cazas furtivas sólo servían como las piezas cinegéticas, para celebrarlas, con la hipérbole del recuerdo mal administrado, entre los colegas y reírse, reírse, reírse… aunque lo único que recuerde ahora con seguridad de aquellos momentos sea una niebla perenne y mi boca reseca y ávida de agua.

Pero resulta que siempre hay alguien que te presenta a alguien, y aunque jurase y rejurase que nunca más, ¡nunca más!, volvería a liarme con un tío en serio, allí estaba yo, a pocos meses de abierta la herida, paseándolo, a un ser totalmente desconocido, por mis calles, por mis zonas, metiéndolo en mis círculos y haciéndole, en menos que canta un gallo, partícipe de mis secretos, cómplice de mis intimidades y dueño de mi destino. No había duda, había encontrado al hombre de mi vida.

Y la cosa iba muy bien y yo me sentía feliz, pues él era atractivo, atento, simpático, divertido y bueno… ¿Qué más podía esperar?...

Pero una noche, en la que olvidé mi pereza ancestral, salimos a cenar con otra pareja, amigos míos de toda la vida, y lo hicimos en un restaurante que yo, bueno, nosotros, solíamos frecuentar en otros tiempos. “¡Cuánto tiempo sin verle! – Me dijo la simpática e indiscreta camarera. – “¿Cómo está su amigo?” Y sin darme cuenta se abrió un agujero negro que me devolvió al pasado. Y aquel hombre de mi ayer, con tanto esfuerzo excluido, se hizo presente como un fantasma incorpóreo, pero patente, y comenzó a aparecerse sin más ni más en las conversaciones, en el sexo, en el desayuno, en las noticias, en los paseos, en el cine, en la siesta sobre el sofá, en los juegos, en las compras, en las broncas, en el fútbol, en la risa, en la ropa, en los amigos… Y lo que en un principio fue una liberación, luego odio, más tarde olvido… ahora volvía a ser algo demasiado peligroso para mi estabilidad: un recuerdo. Un recuerdo que, como las bolas de nieve rodando ladera abajo, crece y crece y crece, hasta convertirse en un alud. Y entonces, las mismas personas que en su momento me ayudaron a olvidarlo, ahora me traían noticias suyas, me hablaban de sus cosas, me evocaban momentos del pasado, alegres y felices.

La semana pasada lo comenté con una compañera del trabajo, una hermosa mujer madura, feliz, alegre y casada desde siempre, todo lo contrario de mi filosofía de vida, y con tres hijos repartidos por el mundo. “Eso tenía que ocurrir tarde o temprano”. – Afirmó con la seguridad aplastante de quien se siente seguro.- “¿Sabes?... Es el peso de las pequeñas cosas, esas que construyen una pareja o un hogar… ¿Qué te esperabas?... Con el otro estuviste más de doce años, y eso pesa, y con éste sólo unos meses… no hay comparación. Tú sigues rodeada del muro afectuoso de aquellas pequeñas cosas…”

Esta mañana le he llamado desde la oficina. Se ha quedado sorprendido, pero tengo la intuición de que le ha gustado. Y tras endosarle unas cuantas estúpidas excusas para justificar, innecesariamente, mi llamada, le he preguntado, así, de bocajarro, si le apetecía cenar conmigo esta noche. Ha habido un momento de silencio que, lo reconozco, me ha asustado, pero luego me hace saber que tiene actualmente una pareja. Yo, utilizando mi risa más franca y desinhibida, le espeto: “¡Pero, por Dios! Yo también tengo pareja… Simplemente me gustaría hablar contigo un ratito… como viejos amigos, ya sabes…” Entonces él ha carraspeado con inseguridad, lo cual me ha excitado, lo confieso, y ha dicho: “Lo intentaré arreglar.”

Son las ocho de la tarde y acabo de llamar a mi pareja actual para que no me espere despierto puesto que tengo una cena con la gente de la empresa y, ya se sabe, eso siempre se alarga… Él me ha deseado que me lo pase muy bien… yo llevo puesto el vestido que más le gustaba a mi anterior… Creo que voy a hacerle caso… será una noche divertida…


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