EL DIARIO DE ANA: Amores que matan, por Ana L.C.



La primera vez que vi a María me cayó bien.

Fue en una fiesta en casa de una amiga común para celebrar no sé qué… pero no importa, porque yo voy a las fiestas por el simple hecho de que lo son, sin interesarme lo más mínimo a costa de qué ni de quién…

Pues bien, María me pareció una mujer encantadora, amena, divertida y, más que atractiva, bonita… Vino al evento sola, pues su marido estaba en un viaje de trabajo. Yo también fui sola, como casi siempre, pero porque mis posibles esposos todavía viven en el limbo de la ignorancia y la indecisión… por muchos años…

Después de aquel día nos vimos varias veces y llegamos a desarrollar una amistad incipiente y sana que no nos comprometía demasiado, pero que resultaba reconfortante.

Siempre se la veía feliz y alegre y solía comentar con bastante frecuencia cosas de su compañero al que parecía profesar una admiración que rayaba en la adoración: todo lo que él hacía era sublime, todo lo que decía sentaba cátedra, todo lo que tocaba se convertía en oro… era el rey Midas del amor…

La verdad es que escuchándola llegué a sentir una pizca de envidia, algo raro en mí, pero debo reconocerlo, oyendo aquellas alabanzas me lo imaginaba un dios griego del Olimpo en el que sólo brotaban virtudes como la hierba en el campo…

Llevaba casada con él la nada despreciable cifra de cinco años, durante los cuales les explotó el amor en las manos en forma de un niño rollizo y llorón que me sacaba de quicio en nuestras reuniones vespertinas… y es que mi instinto maternal debió extraviarse en el paritorio al nacer yo…


Pero quitando estos pequeños detalles, todo en ella rebosaba paz y bienestar.


Por ello, aquella mañana que apareció sentada en el sillón de visitas de mi despacho me llevé una enorme sorpresa, y mi monte Olimpo cayó hecho pedazos con sus dioses y virtudes: “Acabo de denunciar a mi marido en la comisaría y vengo a que me tramites todo lo necesario para el divorcio.” – Me lo soltó a bocajarro con una tranquilidad tan natural, como si hubiera dicho que venía del cine, que al principio pensé que era una broma.

“¿Qué ha pasado?” – Fue la única elaborada pregunta que se me ocurrió, para la cual había empleado media vida en la universidad y agotado lo recursos paternos. Sin embargo, surtió efecto y María se abrió como una granada después de pelarla…

Ellos se conocieron en el instituto, donde incluso eran compañeros de clase. Él era el caballero andante de todas las damitas adolescentes, pero la única princesa que conquistó su corazón fue María. Su corazón, sí, pero no su cuerpo, el cual tuvo que compartir, en un número ignorado de ocasiones, con un innumerable desfile de desvergonzadas. María los sabía. Sufría, callaba y aguantaba, porque, a fin de cuentas, era a ella a quien siempre acababa volviendo…


A medida que lo iba conociendo más profundamente, se daba cuenta que el pedestal sobre el que estaba elevado era tan débil como el barro, sólo había que mojarlo un poco para derrumbarlo… Y él lo mojaba bastante, y muchas de sus borracheras las acabó pagando ella en sus propias carnes y huesos… “¡Qué torpe eres, hija!”- Le recriminaba su madre desde la ignorancia. – “Algún día te vas a matar. Pon más atención a lo que haces” …
Y justamente atención era lo que más ponía. Toda. Sólo vivía para él, a pesar de las broncas, de las infidelidades, de las palizas… sólo vivía para él… Y callaba, callaba, callaba…

Pensó que tras la boda las cosas cambiarían, él se lo había jurado… Lo de siempre…

Imaginó que con el niño todo sería diferente, él le prometió intentarlo… Más madera…

Ella le abandonó tres veces y se fue con sus padres, con lo que se descubrió el celosamente guardado secreto y su padre, un pobre hombre reumático, pensionista por invalidez, juró que como volviera a ponerle otra vez una mano encima, lo mataría… Pero los deseos y promesas se parecen tanto a las quimeras….

Él la buscaba, le suplicaba, le imploraba, se humillaba, lloraba y perdía toda su dignidad… y ella, enternecida y enamorada, volvía al hogar. Pero la paz se rompía en la primera insinuación, en el primer atisbo de reproche, en la primera nadería…

María se negaba a que su hijo creciera en aquel ambiente y fuera deseducado por aquel hombre… pero era incapaz de dar el paso definitivo: “¡¡¡Le quiero tanto!!!” – Me dijo, y yo, asombrada, le pregunté: “¿Por qué?” A lo que María me respondió con la más sublime convicción: “Es mi hombre” … Se me hizo un nudo de machismo en la garganta que estuvo a punto de ahogarme.


El caso es que tarde o temprano tenía que caer la gota que desbordara y ésta llegó en forma de una soberana tunda tras una noche de orgía y desenfreno, y ella pensó: “Algún día me matará”. Y tras esta tardía deducción, llegamos al punto en que aparece en el sillón de visitas de mi despacho.
Los trámites del divorció llevaron su tiempo, mientras tanto, el energúmeno recibió una orden de alejamiento y la prohibición categórica de acercarse a ella, ni al niño, más allá de los límites marcados por el juez… Pero, ya se sabe, las prohibiciones están para ignorarlas… Lo triste es que muchas de aquellas visitas ilícitas eran consentidas por la propia afectada que luego, claro está, se arrepentía…

“Mira, María, si no cambias de forma de pensar, yo no podré hacer nada…” – Le amenazaba yo inútilmente.

Por fin, llegó el divorcio. Y en aquellas sesiones legales del juzgado, fue la primera vez que lo vi… Guapo era, hay que reconocerlo, pero, a pesar de su intachable comportamiento, seguramente aleccionado por su abogado, y de sus modales educados y corteses, emanaba un tufillo de tío sinvergüenza que era difícil de pasar por alto, a no ser, claro está, que hayas perdido toda percepción por causa de un sentimiento obsesivo…

Y con el divorcio llegó el verdadero infierno: amenazas, acosos, intentos de agresión… en una palabra, terror…

La amistad entre nosotras había crecido y ya habíamos llegado al grado de intimidad en el que no hay vuelta atrás… Varias noches tuvo que refugiarse en mi casa con su niño berreante y tragón y sus nostalgias afectivas por su propio asesino. Y yo me preguntaba en voz alta para que ella me oyera: “¿Pero qué ves en ese hombre?” …

El desenlace llegó sin esperarlo y, como en una película donde se acaba el presupuesto, demasiado rápido para parecer verosímil.

Ambos, por separado, claro está, fueron invitados a otra boda, porque las manías no las curan los médicos, ya se sabe, de amigos comunes, pues tras tantos años juntos algo les tenía que quedar en común. Con buen criterio, los sentaron en mesas diferentes y alejadas, pero los locales no son tan inmensos como para no encontrarse en un momento determinado y ese momento tuvo lugar. La cosa, según los presentes, comenzó con una conversación serena, aunque tensa, sin embargo, él perdió pronto la calma y montaron un espectáculo que no estaba previsto en el guión del acto y que tampoco tuvieron que pagar los novios aparte... Gracias a la intervención de los amigos, la cosa no llegó a mayores, pero María, incómoda y afrentada, decidió marcharse a casa.

A la media hora se despidió él de los contrayentes alegando no estar de ánimos… Todos se temieron lo peor, así que decidieron que alguno lo siguiera para evitar alguna barbaridad. Por ello, todo ocurrió a los ojos de testigos.
Él baja al sótano por el ascensor y se encamina hacia su coche. Tantea los bolsillos en busca de las llaves y no las encuentra porque, casualidades de la vida, se había olvidado la chaqueta en el salón del convite. Retrocede sobre sus pasos hacia el ascensor, que esta a unos treinta metros y que en aquel preciso instante llega cargado de amigos, mientras al fondo se oye arrancar un coche que rápidamente acelera y se le acerca por detrás golpeándole certeramente y enviándolo contra un pilar donde su cabeza se abre tal que una sandía en un día veraniego…


Ayer fui a ver a María a la cárcel, donde ya lleva año y medio, más o menos. En su juicio intenté alegar enajenación mental transitoria e, incluso, defensa propia, vistos los antecedentes, pero hubo demasiada premeditación y alevosía en aquel acto para que el caso resultase favorable. Aunque ella sigue estando sonriente, afable, serena… y me arriesgaría a decir que feliz… Me enseñó una foto que se había hecho con su niño en su última visita con los abuelos y dijo en un suspiro: “Sí su padre lo viera se sentiría orgulloso.”  “¿Pero, cómo es posible que sigas sintiendo afecto por ese hombre después de todo lo que ha pasado? ...” – Pregunté casi con irritación. Ella me miró con una serenidad en los ojos que me apabulló y me dijo sonriendo: “No, Ana, no, ahora le quiero más que antes, porque ahora sí es sólo mío y ya no le tengo miedo” …

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