PALABRAS DE MALA PRENSA: Rendirse, por María Elena Picó Cruzans

Esta página quiero dedicarla a los adolescentes. A todos. Y en especial a mis alumnos, que han compartido en estas páginas la vida que llevan dentro.

También la quiero dedicar a los padres, con los que comparto la vivencia adulta y con los que colaboro en la educación de sus hijos. A ellos (y a mí misma, cada día) les animo a reencontrarse con el adolescente que vive en ellos para que puedan acercarse al adolescente que vive con ellos.

“Rendirse”

Es bastante fácil encontrar poemas, canciones, películas, vidas... en las que se nos anima a luchar: “Abandonar nunca...rendirse jamás” es el título de una película; “No te rindas” es un poema de M. Benedetti (muy bello, por cierto), que cito a continuación:


NO TE RINDAS, de Mario Benedetti




Es fácil escuchar frases de ánimo para salir de la pereza y la decepción (palabras éstas que también podrían ser rescatadas).

Lo que no resulta tan común es que alguien nos hable de las delicias de la rendición. No obstante es un tema clave en los cuentos de la literatura popular, donde el dolor, la pérdida, el rechazo, la decepción y la rendición forman parte de la vida.

Aunque no soy madre, cada día convivo con adolescentes, que mantienen viva la consigna del esfuerzo y de la lucha. (Consigna que más de una vez escucho de mi propia voz). Pero, a menudo, cuando estoy ante ellos y los observo mientras trabajan, juegan, discuten, se enfadan, ríen, sobreviven y crecen, pienso si no sería más fácil (y saludable) no luchar contra la vida, sino aliarse con ella. Me gustaría citar a Ani Bustamante cuando en su libro “Adolescencia: la revuelta filosófica” dice que aunque solemos decir que el adolescente tiene la vida por delante, en realidad “la vida siempre está alrededor”.

A menudo les decimos a nuestros hijos que tienen que ser fuertes; les increpamos para salir de la pereza y el desánimo; les recordamos que tienen que esforzarse y luchar por lo que quieren, que tienen que plantearse objetivos y que si realizan el esfuerzo pertinente van a conseguir lo que se propongan. En conclusión, no queremos que nuestros hijos sufran dolor, ni siquiera desengaños o decepciones.

Algunos padres responderían a estas palabras con un: “evidente”.

Sin embargo, de forma sorprendente, los hemos traído a la vida, es decir, al dolor... y a la muerte.

La literatura nos ofrece innumerables muestras del precio de la vida, aunque sea desde diferentes puntos de vista. En la lírica renacentista, por ejemplo, se hace desde la actitud vital del “carpe diem”, tal y como describen estos versos de Garcilaso de la Vega:


Soneto XXIII

En tanto que de rosa y azucena 
se muestra la color en vuestro gesto, 
y que vuestro mirar ardiente, honesto, 
enciende el corazón y lo refrena.

y en tanto que el cabello, que en la vena 
del oro se escogió, con vuelo presto, 
por el hermoso cuello blanco, enhiesto, 
el viento mueve, esparce y desordena;

coged de vuestra alegre primavera 
el dulce fruto, antes que el tiempo airado 
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado, 
 todo lo mudará la edad ligera,
 por no hacer mudanza en su costumbre.


Mientras que en el Barroco, los poetas se identifican con el desengaño y el desencanto, como nos lo muestra este soneto de Quevedo:


“Miré los muros de la patria mía”

Miré los muros de la patria mía, 
 si un tiempo fuertes, ya desmoronados, 
 de la carrera de la edad cansados, 
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo, vi que el sol bebía 
los arroyos del hielo desatados, 
 y del monte quejosos los ganados, 
que con sombras hurtó la luz al día.

Entré en mi casa, vi que amancillada 
de anciana habitación era despojos; 
 mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada
y no hallé cosa en que poner los ojos 
que no fuese recuerdo de la muerte.


Aunque ninguna de las actitudes vitales omite el precio del dolor.

Lo cierto es que traemos a nuestros hijos a la vida sin estar seguros de querer pagar el precio: no se la entregamos en su totalidad. En nuestra casa hay una habitación cerrada con llave a la que ellos no tienen acceso.

Y el adolescente tiene que robar la llave, como lo hace el protagonista del cuento “Juan de Hierro”:


“El Rey tenía un hijo de ocho años. Un día, jugando en el patio su bola de oro rodó hasta el interior de la jaula. El muchacho corrió hasta ella y dijo: “Dame mi bola de oro”. “Te la daré si me abres la puerta”, contestó el hombre. “Oh, no –dijo el muchacho-, no lo puedo hacer, el Rey no me deja”, y huyó corriendo. Al día siguiente, el muchacho volvió a acercarse y a pedir su bola. Dijo el Hombre Primitivo: “Si me abres la puerta”, pero el muchacho se negó a hacerlo. Al tercer día, mientras el Rey estaba fuera cazando, el muchacho volvió a acercarse y dijo: “Aunque quisiera, no podría abrir la puerta pues no tengo la llave”. El Hombre Primitivo dijo: “La llave está bajo la almohada de tu madre; puedes cogerla”.

El muchacho, que ansiaba mucho recuperar su bola, olvidó cualquier reparo, y fue a por la llave. La puerta se abrió con dificultad, y el muchacho se pilló un dedo. Una vez abierta, el Hombre Primitivo salió, le dio al muchacho la bola de oro y se alejó aprisa”.


Lo paradójico para mí como educadora es observar que los padres con hijos adolescentes, que se sienten desbordados, están conectados de pleno con los sentimientos que han intentado excluir en sus hijos: la debilidad y la vulnerabilidad (del “no puedo”) y la ignorancia (del “no sé”). Son ellos a los que la vida “obliga” en primer lugar a la rendición. Hace poco escuché a una terapeuta, María Colodrón, una frase: “En la infancia ha valido la crianza; pero en la adolescencia hay que pasar a la confianza”. El adolescente comienza a ampliar su mundo, y éste escapa del “control”: ya no todo está al alcance de la mirada de los padres.

Algunos padres creen que han fracasado con sus hijos porque ya no consiguen controlar sus vidas, es decir, no han conseguido evitarles a sus hijos el dolor, la debilidad y la ignorancia, la decepción... (eso si sus hijos han conseguido robar la llave de la habitación prohibida). Y creen que todo lo hecho (en la infancia) ha sido en vano e incluso contraproducente. En esos momentos me viene a la mente (aunque nunca lo he dicho en voz alta) una frase de un terapeuta, Peter Bourquin: “Los padres siempre lo hacen mal, y siempre lo hacen suficientemente bien”. Lo que sí que les digo es que han dado a sus hijos lo que necesitaban: aceptación, reconocimiento, validación, mirada y amor. Pero ahora esos niños que han crecido tienen otras “necesidades”: necesitan sentirse capaces y competentes. Por lo tanto, no es un fracaso el cambio que permite el crecimiento. Lo que se nos olvida a menudo es que ser capaces no significa ser omnipotentes, y ser competentes no significa ser omniscientes. (Hasta los héroes se rinden a su vulnerabilidad). 


Los padres pueden darles a sus hijos adolescentes justo lo que están necesitando: la validación de sus sentimientos. Lo curioso es que pueden seguir siendo sus “héroes”: rindiéndose a su vulnerabilidad. Los adolescentes pueden establecer contacto a través de sus propios padres, con dos de las cosas que más nos van a avergonzar en nuestra vida: la debilidad y la ignorancia. Y quizá puedan llegar a sentir que “no poder” y “no saber” no significan “no ser”; y puedan llegar a vivenciar que “cometer errores” no significa “ser un error”.

De esta manera los padres se dan cuenta de que si continúan “haciendo por ellos”, acaban “siendo por ellos”. Y ningún padre (que yo conozca) quiere que su hijo deje de “ser”.

(Sin olvidar nunca que, a veces, una mancha tan sólo es una mancha).

Desde luego que no se trata de que llevemos a nuestros hijos a la debilidad y a la ignorancia (de esto ya se encarga la vida), sino que la validemos al validar también las nuestras, y aprendamos que son consustanciales al género humano. No consiste en “aceptar” con resignación, como si de un castigo se tratara, sino de “asentir” a la vulnerabilidad y entonces conectar con la capacidad y la oportunidad del ser humano para pedir ayuda; con el permiso y la gracia de ser consolados...y de igual manera “asentir” a nuestra ignorancia y a la posibilidad de cometer errores y tener así la oportunidad de ampliar nuestros recursos y capacidades al ensayar nuevas formas de hacer las cosas.

Lo bonito de rendirse es que nos conecta con nuestra impotencia, y de una forma curiosa nos devuelve el poder porque nos reconcilia con la vida y nos recuerda que nosotros somos los protagonistas de la nuestra.

La terapia Gestalt nos ofrece a menudo la oportunidad de esta reconciliación, y nos propone no la obligación, sino la decisión de rendirse: no “tienes que” rendirte, sino que “puedes” rendirte. Rendirse no es una solución: es una opción; no es la salida, pero puede ser una salida, y también una entrada (adonde sea que la vida te lleve).

Uno de los principios de la Gestalt es la formación integral de la persona, para ello es necesario que tengamos una mirada integrativa, de asentimiento a lo que somos: lo que necesitamos, deseamos, sentimos y pensamos. Este principio de integración de polaridades no es ningún “invento moderno”: está representado fundamentalmente en los ciclos de la Naturaleza y en la mayoría de textos literarios de la historia: a mí me parece que pocos textos recogen esta esencia como el que aparece en el “Libro de los libros”, la Biblia:


“Hay un momento para todo
y un tiempo para cada cosa
bajo el cielo:
un tiempo para nacer
y un tiempo para morir;
un tiempo para plantar
y un tiempo para arrancar lo plantado;
un tiempo para matar
y un tiempo para curar;
un tiempo para destruir
y un tiempo para edificar;
un tiempo para llorar
y un tiempo para reír;
un tiempo para lamentarse
y un tiempo para bailar;
un tiempo para tirar piedras
y un tiempo para recogerlas;
un tiempo para abrazar
y un tiempo para abstenerse de abrazos;
un tiempo para buscar
y un tiempo para perder;
un tiempo para guardar
y un tiempo para tirar;
un tiempo para rasgar
y un tiempo para coser;
un tiempo para callar
y un tiempo para hablar;
un tiempo para amar
y un tiempo para odiar;
un tiempo para la guerra
y un tiempo para la paz”.


Qohelet 3, 1-8


Yo soy de las personas que cree que no todo en la vida se consigue con esfuerzo, valor, valentía, inteligencia... De hecho, la vida misma se nos da de forma gratuita, y quizá las cosas más importantes para nuestro ser también sean las que se nos regalan: la mirada de acogida, el amor incondicional, las caricias que reconfortan y el cuidado que permite sentirnos seguros. Por otra parte, cualquier adulto ha podido experimentar (si ha tenido suerte) una buena dosis de frustración en la vida: es decir, el incumplimiento de deseos a los que se ha destinado esfuerzo vehemente; pérdidas de logros, méritos, animales de compañía y personas queridas; fracasos en objetivos y metas a los que hemos dedicado ingentes dosis de esfuerzo y trabajo, desproporcionadas si tenemos en cuenta los resultados.

Así, pues, podemos animar a nuestros hijos a ser héroes y a luchar por lo que quieren, a esforzarse por conseguir lo que se propongan... No obstante, no me parece saludable que animemos a nuestros hijos a un intento soberbio de ser dioses (entre otras razones porque, como decía antes, los hemos traído a la vida, y eso conlleva la muerte).

Aunque constantemente nos mecemos entre polaridades, quizá hay una que domina en el ser humano: sobrevivir y crecer. Y en los dos polos hay un tiempo para luchar y un tiempo para rendirse.

Comentarios

  1. Amaya, 27 febrero 2012

    Un artículo muy útil para cuando se está de bajón -como ahora me pasa- en esta noria que son las propias emociones. Me gusta mucho la lectura de cuentos como vía de entrada a los arquetipos.

    Felicidades, un escrito muy interesante,

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