MIS AMIGOS LOS LIBROS: La muerte en venecia, de Thomas Mann.



Gustav Aschenbach, un escritor solitario, busca la paz y el clima de una ciudad mediterránea para recuperarse de sus dolencias físicas y anímicas. Allí, en un hotel del Lido, coincide con una familia de nobles polacos, entre los que se encuentra un joven de extraordinaria belleza, Tadrio. Aschenbach se queda fascinado por él y le persigue como una sombra sin atreverse a hablarle. Gustav, hombre maduro de cincuenta años, comienza a revivir un sueño ya olvidado y se afana en recuperar una juventud perdida. Mientras tanto, en la ciudad se declara una epidemia de cólera; los turistas se apresuran a marcharse, pero la familia polaca se demora unos días… Aschenbach, a pesar de su delicada salud, decide quedarse para seguir contemplando el objeto de su deseo renacido, pero ello será la causa de su muerte.

En esta magistral novela Thomas Mann refleja la atracción del hombre maduro y sensible por la belleza, la altivez, el descaro y la plenitud de vida de la juventud, representada en este caso por el joven polaco Tadrio. No hay nada vulgar en este sentimiento, nada pecaminoso ni pueril, todo lo contrario, el deseo, más platónico que real, se plantea de una forma delicada, creándose alrededor de los dos personajes una atmósfera sutil y frágil como de cristal.

Para crear este ambiente, Thomas Mann recurre al recurso de la oposición, y así, presentándonos una ciudad caduca y enferma, y unos personajes secundarios pertenecientes a clases sociales en claro declive: : "Caballeros con luengas barbas y grandes dientes, mujeres indolentes, una señora del Báltico que, sentada ante un caballete, pintaba el mar, gesticulando de vez en cuando desesperadamente; dos niños feos y apacibles; una criada, con una cofia y serviles actitudes de esclava". O, en la mayoría de los casos, totalmente anónimos, como parte del decorado, por ejemplo, al hombre que recibe los boletos en el barco lo describe de la siguiente manera: "...estaba sentado tras una mesa, con un sombrero inclinado y una colilla de puro en la boca, un hombre de barba puntiaguda, con aspecto de director de circo a la antigua moda, que con los modales desenvueltos del profesional anotó las circunstancias del viajero y extendió el billete"; o la descripción de un viejo que se viste de joven para poder acercarse a ellos: "...era repugnante ver el estado en que su camaradería con la gente joven había puesto al lamentable anciano. (...) aparecía vergonzosamente borracho. Con una mirada estúpida y un pitillo entre los dedos, temblorosos, vacilaba, conservando difícilmente el equilibrio. Mostraba una excitación lamentable, tartamudeaba, gesticulaba, lanzaba risotadas, (...) de un modo equívoco, repugnante, se lamía los labios". De esta manera, las dos figuras centrales destacan por su pureza y perfección: uno física, el joven, el otro moral, el maduro, y tanto Tadrio como Aschenbach se llenan de imágenes, los vemos y casi los sentimos…

Al mismo tiempo se opone el calor sofocante del verano veneciano, húmedo, pegajoso y pleno de la luz solar, con el frío y oscuro clima de la equívoca relación de los protagonistas. Para Aschenbach el mundo exterior es aborrecible, insoportable, del que sólo le rescata el hermoso joven polaco.

La obra es una novela corta, pues tan sólo consta de cinco capítulos. En el segundo aparece una disquisición sobre el arte de la escritura y nos presenta a Aschenbach como un hombre que "había crecido (...) aislado, sin amigos, dándose cuenta prematuramente de que pertenecía a una generación en la cual escaseaba, si no el talento, sí la base fisiológica que el talento requiere para desarrollarse; a una generación que suele dar muy pronto lo mejor que posee y que rara vez conserva sus facultades actuando hasta una edad avanzada". En el resto vemos como va evolucionando la obsesión que se apodera del escritor y que le lleva hasta la muerte, sentado en la playa, mientras ve como Tadrio juega con sus amigos sobre las olas y el sol del ocaso va pintando un paisaje dorado hacía el que Aschenbach alarga su mano como en un último intento de coger una parte de la belleza.

En esta novela hay una clara dialéctica entre dos conceptos bastante opuestos pero, a la vez, muy cercanos: la belleza y la muerte. En el peregrinar humano que es la vida, siempre vamos tras la luz, la promesa de lo puro, de lo hermoso… y eso nos va acercando irremisiblemente hacia el final, la única meta…




MUERTE EN VENECIA, de Thoma Mann (fragmento)



Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de las gentes sociables; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo extraordinariamente bello; la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado.


De esta manera, el ánimo del viajero sentíase todavía inquieto con las impresiones de la travesía, el repulsivo viejo verde con sus gestos equívocos, el gondolero brutal que se había quedado sin su dinero. Todos estos hechos, sin ofrecer dificultades al entendimiento ni construir materia de cavilación, le parecían de naturaleza extraña. Las contradicciones que tales hechos envolvían, le intranquilizaron. Sin embargo, saludó al mar con los ojos, y su corazón se llenó de alegría al contemplarse tan cerca de Venecia.

Finalmente se apartó de la ventana, se aseó, le dio a la doncella algunas órdenes relacionadas con su instalación, y se fue al ascensor, donde un suizo, de uniforme verde, le llevó al piso inferior.

Tomó el té en la terraza, junto al mar; bajó luego, siguiendo a lo largo del muelle un buen trecho en dirección al «Hotel Excelsior». Al retornar, creyó que era ya hora de cambiarse de traje para comer. Lo hizo con parsimonia, con esmero, como siempre, pues estaba habituado a trabajar mientras se arreglaba. Después se encontró un poco antes de la hora, en el hall, donde estaban reunidos algunos huéspedes, desconocidos entre sí, pero en espera común de la comida. Tomó un periódico de la mesa, arrellanóse en un sillón de cuero y se puso a pensar en aquellas personas, que se diferenciaban con ventaja de las de su residencia anterior.

Había allí un ambiente mucho más abierto y de mayor amplitud y tolerancia. En los coloquios a media voz se notaban los acentos de los grandes idiomas. El traje de etiqueta, uniforme de la cortesía, reunía en armoniosa unidad aparente todas las variedades de gentes allí congregadas. Veíanse los secos y largos semblantes de los americanos, numerosas familias rusas, señoras inglesas, niños alemanes con institutrices francesas. La raza eslava parecía dominar. Cerca de él hablaban en polaco.

Se trataba de un grupo de muchachos reunidos alrededor de una mesilla de paja, bajo la vigilancia de una maestra o señorita de compañía. Tres chicas de quince a diecisiete años, quizás, un muchacho de cabellos largos que parecía tener unos catorce. Aschenbach advirtió con asombro que el muchacho tenía una cabeza perfecta. Su rostro, pálido y preciosamente austero, encuadrado de cabello color de miel; su nariz, recta; su boca, fina, y una expresión de deliciosa serenidad divina, le recordaron los bustos griegos de la época más noble. Y siendo su forma de clásica perfección, había en él un encanto personal tan extraordinario, que el observador podía aceptar la imposibilidad de hallar nada más acabado. Lo que inmediatamente saltaba a la vista era el contraste entre el aspecto educacional a que obedecía el vestido y el trato que se daba a sus hermanas. El atavío de las tres hermanas, la mayor de las cuales era ya una mujercita formada, no podía ser más sencillo y casto, hasta el extremo de que casi las afeaba. Un traje claustral, uniforme de color gris, bastante largo, mal cortado a propósito, con un cuello blanco planchado como única nota clara, hacía que no fuera posible encontrar nada agradable en sus cuerpos. El cabello, liso y pegado a la cabeza, daba a los rostros una expresión monjil e insustancial.

Aquel atavío era sin duda la obra de una madre que no aplicaba al chico la severidad pedagógica que creía aplicable a las muchachas. Se veía que la existencia del muchacho era presidida por la blandura y el trato delicado. Nadie se había atrevido a poner las tijeras en sus hermosos cabellos, que caían en rizos abundantes sobre la frente, sobre las orejas y sobre la espalda. El traje de marinero inglés, cuyas mangas abombadas se ajustaban hacia abajo oprimiendo las finas muñecas de sus manos infantiles, prestaba, con sus cordones, botones y bordados, algo de rico y mimado a su delicada figura. Aschenbach lo veía de medio perfil, sentado, con las piernas extendidas y uno de los pies, con su zapato de charol, sobre el otro; tenía un codo apoyado en el brazo de su asiento de mimbre, la mejilla caída sobre la mano cerrada, en una actitud de elegante indolencia, sin asomo alguno de la rigidez a que parecían habituadas sus hermanas. ¿Estaría enfermo? La piel de su cara era blanca como el marfil sobre el dorado oscuro de los rizos que le servían de marco. ¿O era simplemente un hijo único, mimado, en quien un cariño excesivo y caprichoso había producido aquel enervamiento? Aschenbach se inclinaba a creer en lo último. Casi todas las naturalezas artísticas tienen esa innata tendencia malévola que aprueba las injusticias engendradoras de belleza y que rinde homenaje y acatamiento a esas preferencias aristocráticas.

Entretanto, un camarero recorría los pasadizos anunciando en inglés que la comida estaba servida. La concurrencia fue dirigiéndose poco a poco, por la puerta de cristales, al comedor. Pasaban huéspedes retrasados que entraban del vestíbulo o salían del ascensor. Habían comenzado ya a servir la comida, pero los polacos continuaban en su mesita de mimbre. Aschenbach, cómodamente hundido en un sillón y con el hermoso mancebo ante sus ojos, esperaba también.

La institutriz, una señora pequeña y corpulenta, de cabello rojizo, dio por fin la señal de levantarse. Apartó a un lado la silla y se inclinó cuando una señora alta, vestida de gris claro y adornada con ricas perlas, entraba en el vestíbulo. El aire de aquella mujer era frío y contenido, y el peinado de su cabello, que iba ligeramente espolvoreado, así como la forma de su vestido, atestiguaban aquella sencillez que determina el buen gusto allí donde la religiosidad pasa como parte integrante de la elegancia. Bien podía haber sido ella la esposa de un alto funcionario alemán. Lo único exageradamente lujoso que exhibía eran sus alhajas, de inestimable valor, sus pendientes y su triple collar larguísimo, hecho de perlas grandes como cerezas y de suaves irisaciones.

Los muchachos, que se habían levantado rápidamente, se inclinaron luego para besarle la mano. Ella, la madre, con una sonrisa contenida de su cuidado rostro, pero con cierta expresión de cansancio, miraba por encima de sus cabezas y dirigía a la institutriz algunas palabras en francés. Luego se dirigió al comedor. La siguieron las muchachas, por orden de edades; a continuación, la institutriz y, por último, el muchacho. Por no sé qué razón, este último se volvió antes de penetrar por la puerta de cristales y, como no quedaba en la estancia nadie más, sus singulares ojos soñadores se encontraron con los de Aschenbach que, sumido en la contemplación, con su periódico en las rodillas, seguía al grupo con la mirada.

La escena que acababa de presenciar no tenía nada de particular en los detalles. No habían ido a comer antes de la llegada de la madre; la habían aguardado, para saludarla respetuosamente y para entrar en la sala siguiendo sus hábitos tradicionales. Pero todo esto se había hecho con tanta expresión, con tal acento de disciplina, de sentimiento del deber, de mutuo respeto, que Aschenbach se sintió singularmente conmovido. Aguardó un instante, luego entró, a su vez, en el comedor y pidió una mesa. Con cierto sentimiento de disgusto, comprobó luego que su sitio resultaba muy alejado de la familia polaca.

 
THOMAS MANN


Thomas Mann nació en Lübeck (Alemania) en el año 1975, en el seno de una familia acomodada, pero a la muerte de su padre, en 1893, marchó a Munich donde comenzó a trabajar en una compañía de seguros.

Pronto comenzó a colaborar en diferentes revistas, como Simplizissimus, gracias a las buenas relaciones de su hermano Heinrich, con quien viajó durante dos años por Italia.

En 1901 editó su primer éxito literario, Buddenbrook, novela que habla del ascenso y la decadencia de una familia hanseática durante el siglo XIX, fiel reflejo del cambio sociológico que se estaba desarrollando en la Europa contemporánea. Aquí también aparece un tema recurrente en la obra de Mann, la oposición entre el mundo y el arte.

Tonio Cröger, de 1903, narra la vida de un artista, y con Alteza Real, de 1909, hace una incursión en la novela cómica llena de ironía, contando la historia del heredero al trono de un pequeño principado alemán, venido a menos y arruinado, que se casa con la hija de un multimillonario norteamericano para poder sanear la hacienda de su casa. Entre ambas, en 1906, escribe su única pieza teatral, Fiorenza.

Después, en 1913, llegaría la edición del libro que nos ocupa, Muerte en Venecia, y varios años más tarde, 1924, llegaría La Montaña Mágica, que, en un principio, pretendía ser una especie de sátira de la novela anterior, pero que luego se convirtió en un cuadro de la sociedad europea anterior a la Primera Guerra Mundial.

En 1929 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura.

Su postura política, contrario al régimen nazi de Hitler, pronto le causó algunos problemas, por lo que, en 1933, aprovechando una gira de conferencias por Europa, se exilió a Marsella y posteriormente a Zurich, aunque llegó a un acuerdo con el ministerio de propaganda alemán de no hacer manifestaciones políticas en contra del gobierno de su país, principalmente para no perder sus lectores y no perjudicar la edición de su nuevo libro: José y sus hermanos, una tetralogía que recrea el relato bíblico, pero sin pretensiones historicistas.

Pero no tardó en romper esa promesa y, desde California, donde residió hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, dio una serie de charlas radiofónicas para la BBC de clara orientación antifascista.

En 1939 edita Carlota en Weimar, donde vemos a Goethe reencontrarse, al final de su vida, con la mujer que fue el amor de su juventud.

De vuelta a Europa, dispuso su residencia de nuevo en Suiza y en 1947 escribe su obra maestra, Doctor Faustus, que narra la vida de un compositor, Adrian Leverkühn, quien vende su alma al diablo y donde deja patente la decadencia de la sociedad burguesa alemana.

Finalmente, en 1954, escribe una novela del género de la picaresca, Félix Krull. Al año siguiente, Thomas Mann muere en la localidad suiza de Kilchberg, cerca de Zurich.


 
MUERTE EN VENECIA (la película), de Visconti


Muerte en Venecia es una película franco-italiana, de 1971, dirigida por Luchino Visconti, la cual es una adaptación de la novela La muerte en Venecia del escritor alemán Thomas Mann que anteriormente hemos comentado. Así mismo es una de las últimas obras del director italiano y fue nominada al Oscar al mejor vestuario. El reparto está compuesto por Dirk Bogarde, Romolo Valli. Mark Burns. Nora Ricci. Marisa Berenson, Silvana Mangano, Björn Andrésen y Carole André. La música es la 5ª Sinfonia de Gustav Mahler concretamente el Adagietto del quinto movimiento; esta sinfonía es en realidad una marcha fúnebre y Visconti la utilizó porque Thomas Mann era un gran admirador de Mahler, incluso puso su nombre al protagonista de la novela, Gustav, y Visconti lo hizo aparecer como un músico en lugar de novelista.

Es una obra reposada, sin casi acción, contemplativa, que nos invita a pensar sobre la pérdida de la juventud y la fugacidad de la belleza.

A diferencia de la novela, en la película, Gustav von Aschenbach no es un escritor, sino un compositor. Está bastante delicado de salud, incluso él sabe que morirá pronto, y huye de Baviera, tras la muerte de su hija, para alejarse de su mujer, con la que no se lleva bien, y de su amigo, así que busca refugio en Venecia para pensar qué hacer con su vida.

Allí se enamora, como ya sabemos, platónicamente de Tadzio (hay un pequeño cambio en el nombre). Se obsesiona por su belleza y le persigue por la ciudad decadente y vacía a causa de una epidemia de cólera. Finalmente sufre un ataque al corazón en la playa mientras observa al joven que se aleja iluminado por el sol.

 

ADAGIETTO (IV movimiento de la 5ª Sinfonía de Gustav Mahler)


El amor puede ser una obsesión que se apodera de nuestra voluntad y nos hace marionetas de los caprichos del destino… Gustav Mahler compuso su 5ª sinfonía en dos etapas diferentes de su vida: los tres primeros movimientos en 1901, cuando estaba tan enfermo que incluso se temía por su vida, y se había retirado a su casa de campo en Austria. No es extraño que el primer movimiento comience con una marcha fúnebre…

Sin embargo, los dos últimos los compuso en 1902, cuando no sólo se había recuperado, sino que se había casado con su amada Alma a quien dedica uno de los cantos de amor más maravillosos que se ha escrito, el cuarto movimiento, más conocido como Adagietto y que Visconti utiliza en la película.



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