EFEMÉRIDES: Nacieron en abril, por Ancrugon
El 7 de mayo de 1861 nace el
escritor y filósofo Rabindrnath Tagore
রবীন্দ্রনাথ ঠাকুর), o traducido al castellano, sir Rabindrnath Tagore llegó al mundo en la ciudad india de Calcuta, en el seno de una familia acomodada y fue el menor de catorce hermanos. Estudió en Brighton (Inglaterra) y luego en la University College de Londres, pero no acabó sus estudios y volvió a la India ya que no se adaptaba muy bien a las costumbre europeas, aunque, a lo largo de su vida, viajó por casi todo el mundo y tuvo grandes amistades entre los más grandes intelectuales del momento. Es conocido como el Gurú del Amor y dos de sus poemas son ahora los himnos nacionales de la India y Bagladés. Tagore reformó la educación y la cultura de su Bengala natal en contra de las costumbres y los movimientos más conservadores y clasicistas. Aunque en su obra destaca la poesía, también escribió novelas, ensayos, historias cortas, diarios de viaje y teatro. En 1913 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura. Tagore murió en Santiniketan el 7 de agosto de 1941.
JUGUETES
¡Qué feliz eres, niño, sentado en el polvo,
divirtiéndote toda la mañana con una ramita rota!
Sonrío al verte jugar con este trocito de madera.
Estoy ocupado haciendo cuentas,
y me paso horas y horas sumando cifras.
Tal vez me miras con el rabillo del ojo y piensas:
«¡Qué necesidad perder la tarde con un juego como ese!»
Niño, los bastones y las tortas de barro
ya no me divierten; he olvidado tu arte.
Persigo entretenimientos costosos
y amontono oro y plata.
Tú juegas con el corazón alegre con todo cuanto encuentras.
Yo dedico mis fuerzas y mi tiempo
a la conquista de cosas que nunca podré obtener.
En mi frágil esquife pretendo cruzar el mar de la ambición,
y llego a olvidar que también mi trabajo es sólo un juego.
Rabindrnath Tagore
Amor eterno Rabindranath Tagore
El 10 de mayo de 1843 nace
Benito Pérez Galdós
Nació en las Palmas de Gran Canaria, sin embargo vivió casi siempre en Madrid. Fue un hombre dedicado en exclusiva a la literatura y, aunque intervino en la política, ya que llegó a se diputado, se entregó por entero a la creación. Era una persona de carácter tímido y un tanto retraído, pero gran viajero y buen observador. Era de ideología liberal progresista, lo cual le trajo bastantes problemas en su época, y de mentalidad abierta y tolerante. Galdós es el mejor representante del realismo español, sus ambientes y personajes se caracterizan por la descripción minuciosa de detalles, pero no sólo se queda en el exterior, sino que también es un profundo conocedor de la psicología humana. En su creación destacan: “Los episodios nacionales”, un conjunto de 46 novelas históricas que van desde 1805 “Trafalgar”, hasta 1875, con la Restauración de la monarquía borbónica. Pero sus principales obras tienen lugar en el Madrid de su tiempo, donde nos fotografía tanto las calles, los negocios, bares… como a las personas, desde los nobles, hasta los obreros o mendigos. Los títulos más conocidos son: La desheredad, El amigo Manso, Tormento y Fortunata y Jacinta. Galdós murió en 1920, pobre y ciego, y acosado por los sectores intransigentes de su época.
FORTUNATA
Y JACINTA Parte
Primera (Capitulo III ) Fragmento
En la tienda de Arnaiz, junto a la
reja que da a la calle de San Cristóbal, hay actualmente tres sillas de madera
curva de Viena, las cuales sucedieron hace años a un banco sin respaldo forrado
de hule negro, y este bando tuvo por antecesor a un arcón o caja vacía. Aquélla
era la sede de la inmemorial tertulia de la casa. No había tienda sin tertulia,
como no podía haberla sin mostrador y santo tutelar. Era esto un servicio suplementario que el comercio prestaba a la sociedad en
tiempos en que no existían casinos, pues aunque había sociedades secretas y
clubs y cafés más o menos patrióticos, la gran mayoría de los ciudadanos
pacíficos no iba a ellos, prefiriendo charlar en las tiendas. Barbarita tiene
aún reminiscencias vagas de la tertulia en los tiempos de su niñez. Iba un
fraile muy flaco que era el padre Alelí, un señor pequeñito con anteojos, que
era el papá de Isabel, algunos militares y otros tipos que se confundían en su
mente con las figuras de los dos mandarines.
Y no sólo se hablaba de
asuntos políticos y de la guerra civil, sino de cosas del comercio. Recuerda la
señora haber oído algo acerca de los primeros fósforos o mistos que vinieron al
mercado, y aun haberlos visto. Era como una botellita en la cual se metía la
cerilla, y salía echando lumbre. También oyó hablar de las primeras alfombras
de moqueta, de los primeros colchones de muelles, y de los primeros
ferrocarriles, que alguno de los tertulios había visto en el extranjero, pues
aquí ni asomos de ellos había todavía. Algo se apuntó allí sobre el billete de
Banco, que en Madrid no fue papel-moneda corriente hasta algunos años después,
y sólo se usaba entonces para los pagos fuertes de la banca. Doña Bárbara se
acuerda de haber visto el primer billete que llevaron a la tienda como un
objeto de curiosidad, y todos convinieron en que era mejor una onza. El gas fue
muy posterior a esto.
La tienda se
transformaba; pero la tertulia era siempre la misma en el curso lento de los
años. Unos habladores se iban y venían otros. No sabemos a qué época fija se
referirían estos párrafos sueltos que al vuelo cogía Barbarita cuando, ya
casada, entraba en la tienda a descansar un ratito, de vuelta de paseo o de
compras: «¡Qué hermosotes iban esta mañana los del tercero de fusileros con sus
pompones nuevos!»... «El Duque ha oído misa hoy en las Calatravas. Iba con
Linaje y con San Miguel»... «¿Sabe usted, Estupiñá, lo que dicen ahora? Pues
dicen que los ingleses proyectan construir barcos de fierro».
Benito Pérez
Galdós
Tributo a
Benito Perez Galdós
El 11 de mayo de 1916 nace
Camilo José Cela
Nació en una aldea llamada Iria Flavia, perteneciente al municipio de Padrón, en La Coruña. Su padre era gallego y su madre inglesa e italiana, por ello su segundo apellido era Trulock. A la edad de nueve años, su familia se instala en Madrid, donde le coge la Guerra Civil. Al acabar ésta, trabajo en la oficina de una industria textil, donde empieza a escribir. Como escritor ha sido bastante completo: novelista, poeta, articulista, autor de romances de ciego y de inolvidables libros de viajes; en todos ellos ha dejado la huella de su vigorosa personalidad humana y literaria. Tenía una personalidad muy peculiar y era considerado un gran farsante y tenía una gran facilidad para dedicar imprecaciones y exabruptos. A pesar de tener una ideología claramente conservadora t de haber luchado en el ejército franquista y colaborado con el régimen, luego se mantuvo bastante independiente y llegó a ser senador por decisión real en las cortes de la Transición. En 1989 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura y en 1995 el Cervantes. Cela murió el 17 de enero de 2002.
LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE (Fragmento)
Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para
serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo,
cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de
cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay
hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres
a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas.
Aquellos gozan de un mirar sereno y al
aroma de su
felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento
de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha
diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con
tatuajes que después nadie ha de borrar ya.
Nací hace ya muchos
años -lo menos cincuenta y cinco- en un pueblo perdido por la provincia de
Badajoz; el pueblo estaba a unas dos leguas de Almendralejo, agachado sobre una
carretera lisa y larga como un día sin pan, lisa y larga como los días -de una
lisura y una largura como usted para su bien, no puede ni figurarse- de un
condenado a muerte.
Era un pueblo
caliente y soleado, bastante rico en olivos y guarros (con perdón), con las
casas pintadas tan blancas, que aún me duele la vista al recordarlas, con una
plaza toda de losas, con una hermosa fuente de tres caños en medio de la plaza.
Hacía ya varios años, cuando del pueblo salí, que no manaba el agua de las
bocas y sin embargo, ¡qué airosa!, ¡qué elegante!, nos parecía a todos la
fuente con su remate figurado un niño desnudo, con su bañera toda rizada al
borde como las conchas de los romeros. En la plaza estaba el ayuntamiento que
era grande y cuadrado como un cajón de tabaco, con una torre en medio, y en la
torre un reloj, blanco como una hostia, parado siempre en las nueve como si el
pueblo no necesitase de su servicio, sino sólo de su adorno. En el pueblo, como
es natural, había casas buenas y casas malas, que son, como pasa con todo, las
que más abundan; había una de dos pisos, la de don Jesús, que daba gozo de
verla con su recibidor todo lleno de azulejos y macetas. Don Jesús había sido
siempre muy partidario de las plantas, y para mí que tenía ordenado al ama
vigilase los geranios, y los heliotropos, y las palmas, y la yerbabuena, con el
mismo cariño que si fuesen hijos, porque la vieja andaba siempre correteando
con un cazo en la mano, regando los tiestos con un mimo que a no dudar
agradecían los tallos, tales eran su lozanía y su verdor. La casa de don Jesús
estaba también en la plaza y, cosa rara para el capital del dueño que no
reparaba en gastar, se diferenciaba de las demás, además de en todo lo bueno
que llevo dicho, en una cosa en la que todos le ganaban: en la fachada, que
aparecía del color natural de la piedra, que tan ordinario hace, y no
enjalbegada como hasta la del más pobre estaba; sus motivos tendría. Sobre el
portal había unas piedras de escudo, de mucho valer, según dicen, terminadas en
unas cabezas de guerreros de la antigüedad, con su cabezal y sus plumas, que
miraban, una para el levante y otra para el poniente, como si quisieran
representar que estaban vigilando lo que de un lado o de otro podríales venir.
Detrás de la plaza, y por la parte de la casa de don Jesús, estaba la
parroquial con su campanario de piedra y su esquilón que sonaba de una manera
que no podría contar, pero que se me viene a la memoria como si estuviese
sonando por estas esquinas. La torre del campanario era del mismo alto que la
del reló y en verano, cuando venían las cigüeñas, ya sabían en qué torre habían
estado el verano anterior; la cigüeña cojita, que aún aguantó dos inviernos,
era del nido de la parroquial, de donde hubo de caerse, aún muy tierna,
asustada por el gavilán.
Camilo José Cela
La Colmena (Escena Final)
El 16 de mayo de 1918 nace el
escritor Juan Rulfo
Juan Rulfo, cuyo nombre real era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, nació en la localidad de Sayula, estado de Jalisco, México. Quedó huérfano a muy temprana edad y, cuando murió su abuela, tuvo que ingresar en un orfanato. Fue una persona muy polifacética y trabajó como guionista, fotógrafo, archivero, periodista… pero donde realmente se le reconoce es en el mundo de las letras, sin embargo, su obra literaria es bastante reducida, pues su reputación mundial se basa en dos libros: “El llano en llamas”, una colección de 17 relatos publicada en 1953, y su famosa novela “Pedro Páramo”, publicada en 1955. Sus obras pertenecen al movimiento literario denominado “realismo mágico”, y en ellas se combina la realidad y la fantasía dentro del escenario del paisaje latinoamericano, donde se desenvuelven las vidas, y muertes, de unos personajes cargados de tipismo y las problemáticas sociales y culturales de esa tierra. Juan Rulfo murió el 7 de enero de 1986 en México D.F.
NOS HAN DADO LA TIERRA
(EL LLANO EN LLAMAS)
Después
de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla
de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno
ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría
después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura
rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye
que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese
olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero
el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca. Hemos venido
caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde.
Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y
dice:
-Son
como las cuatro de la tarde.
Ese
alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro.
Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie.
Entonces me digo: "Somos cuatro." Hace rato, como a eso de las once,
éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar
nada más que este nudo que somos nosotros.
Faustino
dice:
-Puede
que llueva.
Todos
levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de
nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí."
No
decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de
hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte,
pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la
boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que
acaban con el resuello.
Aquí
así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae
una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una
plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo
más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si
se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa.
El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras
azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y
la desaparece en su sed.
¿Quién
diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? Hemos vuelto a
caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a
caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado.
Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con
todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano,
lo que se llama llover.
No,
el Llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no
ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con
las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y
por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos
terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo
siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá
resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda
hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro
asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y
paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la
comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos.
Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo
hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le
resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas
lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten
la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero
nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del
sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la
sembráramos.
Nos
dijeron:
-Del
pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros
preguntamos:
-¿El
Llano?
-Sí,
el Llano. To do el Llano Grande.
Nosotros
paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que
estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles
llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No
este
duro pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero
no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con
nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
-No
se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
-Es
que el Llano, señor delegado...
-Son
miles y miles de yuntas.
-Pero
no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
¿Y
el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En
cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
-Pero,
señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se
entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer
agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que
nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
-Eso
manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que
atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
-Espérenos
usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es
contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos
dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde
íbamos...
Pero
él no nos quiso oír.
Así
nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos
semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará
de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la
carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal
endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón
dice:
-Esta
es la tierra que nos han dado.
Faustino
dice:
-¿Qué?
Yo
no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de
ser el calor el que lo hace hablar así.
El
calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no,
¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni
la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."
Melitón
vuelve a decir:
-Servirá
de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas .
-¿Cuáles
yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo
no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él.
Lleva
puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo
así como una gallina.
Sí,
es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los
ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
-Oye,
Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
-Es
la mía- dice él.
-No
la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
-No
la merque, es la gallina de mi corral.
-Entonces
te la trajiste de bastimento, ¿no?
-No,
la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de
comer; por eso me la traje.
Siempre
que salgo lejos cargo con ella.
-Allí
escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él
se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego
dice:
-Estamos
llegando al derrumbadero.
Yo
ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar
la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las
patas y la zangolotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las
piedras.
Conforme
bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un
atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos
gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos
sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe
a tierra.
Por
encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de
chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora
los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento
que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban
ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le
desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen
detrás de unos tepemezquites.
-¡Por
aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.
Nosotros
seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La
tierra que nos han dado está allá arriba.
Juan Rulfo
Fragmento de la película Pedro Páramo, director
Carlos Velo
El 20 de mayo de 1799 nace el
novelista Honoré de Balzac
Nació en Tours, Francia, en el seno de una familia burguesa. Tuvo una infancia difícil a causa del desamor de su madre y del desinterés de su padre, pasando toda su infancia en compañía de una nodriza y su juventud en un internado, donde no se adaptó y sufrió numerosos castigos y obtuvo malas calificaciones. Tras la caída del Imperio Napoleónico, su familia pierde influencia y sale de París en busca de una vida más fácil, pero e él lo envían a la Sorbona para que estudie Derecho. Cuando acaba la carrera, tiene la ocasión de dirigir un bufete, aunque lo rechaza y decide dedicarse por entero a la literatura. En los primeros momentos, Balzac se dedica a escribir por encargo, incluso permitiendo que otros firmasen sus trabajos. Más tarde se mete en una aventura de empresario editorial de la que no sale muy bien parado económicamente. Finalmente, e inspirado por la obra de Walter Scott, comenzó a escribir lo que sería su gran obra: “La comedia humana”, un ciclo de varias decenas de novelas que describen la sociedad francesa de su tiempo, entre cuyos títulos destacan: “Eugenia Grandet”, “Papá Goriot”y “Las ilusiones perdidas”. Balzac murió en París el 18 de agosto de 1850.
EUGENIA GRANDET
(Fragmento)
En algunos pueblecitos de
provincias se encuentran casas cuya vista inspira una melancolía igual a la que
provocan los claustros más sombríos, las landas más desiertas o las ruinas más
tristes. Y es que sin duda participan a la vez esas casas del silencio del
claustro, de la aridez de las landas y de los despojos de las ruinas: la vida y
el movimiento son en ellas tan reposados, que un extranjero las creería
deshabitadas si no encontrase de pronto la mirada fría y sin expresión de una
persona inmóvil, cuyo rostro medio monástico asoma por una ventana al oír el
ruido de pasos desconocidos. Este aspecto melancólico lo posee un edificio
situado en Saumur, al extremo de la calle montuosa que conduce al castillo por
la parte alta de la villa. Esta calle, que se ve ahora poco frecuentada, cálida
en verano, fría en invierno y obscura en algunos parajes, es notable por la
sonoridad de su empedrado, que está siempre limpio y seco;
por la estrechez de su vía tortuosa y por la paz de sus
casas, que pertenecen a la villa antigua y que dominan las murallas. Unas
habitaciones tres veces seculares y sólidas aún a pesar de haber sido
construidas con madera, y los diversos paisajes que ofrecen, contribuyen a dar
originalidad a aquella parte de Saumur, que es tan interesante para anticuarios
y artistas. Es difícil pasar por delante de estas casas sin admirar sus enormes
vigas, cuyos extremos forman extrañas figuras y que coronan de un bajo relieve
negro el piso bajo de la mayor parte de ellas. Aquí, piezas de madera
transversales están cubiertas con pizarra y dibujan líneas azules en las
frágiles paredes de un edificio cubierto por un tejado formado de pontones que
los años han encorvado, y de tablones podridos y alabeados por la acción
alternativa del sol y de la lluvia; allá, se ven alféizares de ventana viejos y
ennegrecidos, cuyas delicadas esculturas apenas se ven y que parecen muy
estrechos a juzgar por el tiesto de arcilla negra de donde brotan las plantas
de clavel o de rosal de alguna pobre obrera; y más lejos, puertas provistas de
enormes clavos con los cuales trazaron nuestros antepasados los jeroglíficos
domésticos cuyo sentido no se conocerá nunca. Tan pronto se ven allí los
caracteres con que un protestante hizo constar su fe, como aquellos con que un
partidario de la Liga manifestó su odio a Enrique IV, sin faltar tampoco los
del burgués que grabó allí las insignias de su nobleza parroquial, la gloria
de su olvidada regiduría. En estas huellas se ve la
historia entera de Francia. Al lado de la frágil casa construida con ripios y
cascote donde el artesano deificó sus herramientas, se levanta el palacio de un
noble sobre cuya puerta con dintel de piedra se ven aún algunos vestigios de su
escudo y armas, destrozados por las diversas revoluciones que desde 1789
agitaron el país. En esta calle, los pisos bajos de los comerciantes no son ni
tiendas ni almacenes, y los aficionados a antigüedades podrán ver en ellos el
taller de nuestros abuelos en toda su primitiva sencillez. Estas salas bajas,
que no tienen delantera, ni rótulo, ni escaparate, son profundas y obscuras y
carecen de adornos exteriores e interiores. Su puerta está dividida en dos
partes toscamente herradas, de las cuales, la superior se abre interiormente, y
la inferior, provista de una campanita con resorte, se abre y se cierra a
placer. El aire y la luz penetran en aquella especie de antro húmedo ya por la
parte superior de la puerta, o ya por el hueco que hay entre el techo y el
paredón de un metro de altura, al que se adaptan unas sólidas ventanas que se
quitan por la mañana y se colocan por la noche, sujetándolas con flejes de
hierro provistos de sus correspondientes pernos. El paredón sirve al
comerciante para colocar sus mercancías. Allí no se conoce el charlatanismo.
Con arreglo a las costumbres del comercio, las muestras consisten en dos o tres
cubetas llenas de sal y de bacalao, en algunos paquetes de tosca tela, en
cuerdas, en latón colgado de las vigas del techo, en aros a lo largo de las
paredes y en algunas piezas de paño en los estantes. Ahora, entrad. Una joven
limpia, radiante de juventud, de brazos rojos y cubierta con blanca toquilla,
deja de hacer calceta y llama a su padre o a su madre, que acude, y os vende
flemática, complaciente o arrogantemente, según su carácter, lo mismo diez
céntimos que veinte mil francos de mercancías. Allí podéis ver un comerciante
de duelas sentado a su puerta y dando vueltas a los pulgares mientras habla con
su vecino; y, a juzgar por las apariencias, diréis que no posee más que malas
duelas y tres paquetes de latas; pero en el puerto, su taller, lleno, provee a
todos los toneleros de Anjou, y, duela más, duela menos, este hombre puede
deciros para cuántos toneles tendrá si la recolección es buena: un rayo de sol
le enriquece, una tormenta le arruina, y en una sola mañana puede ponerse a
once francos el tonel que sólo vale seis. En este país, como en Turena, las
vicisitudes de la atmósfera influyen en la vida comercial. Viñeros,
propietarios, comerciantes en maderas, toneleros, posaderos, marineros, en una
palabra, todos están allí al
acecho de un rayo de sol, y tiemblan al acostarse ante la
idea de que al despertar pueda encontrarse todo helado; temen la lluvia, el
viento, la sequía, y quieren agua, calor y nubes a su gusto. En aquel país hay
un duelo constante entre el cielo y los intereses materiales, y el barómetro
entristece y alegra sucesivamente la fisonomía de sus habitantes. Las palabras:
«¡Vaya un tiempo hermoso!» corren de puerta en puerta de un extremo a otro de aquella
calle que antaño se llamaba la calle Mayor, y todo el mundo
dice a su vecino que llueven luises de oro, dando a entender con esto que saben
lo que un rayo de sol o lo que una lluvia oportuna les vale. Los sábados por la
tarde, durante el buen tiempo, os sería imposible adquirir cinco céntimos de
mercancía en las tiendas de estos honrados industriales, pues todos tienen su
viña o su quinta y se van a pasar dos días al campo. En este pueblo, como lo
tienen todo previsto, es decir, compra, venta y ganancias, los comerciantes
pueden emplear de las doce horas del día, diez en alegres giras, en
observaciones, comentarios y continuos espionajes. Allí, una mujer no compra
una perdiz sin que los vecinos pregunten al marido al día siguiente si estaba
bien aderezada. Una joven no asoma la cabeza a su ventana sin que sea vista por
todos los grupos de ociosos. De modo que en aquel paraje las conciencias están
a la luz del día, del mismo modo que carecen de misterios aquellas casas
impenetrables, negras y silenciosas. La vida se hace casi al aire libre: cada
familia se sienta a su puerta y almuerza, come y disputa allí. No pasa nadie
por la calle que no sea estudiado. Así es que antaño, cuando un extranjero
llegaba a un pueblo de provincias, era objeto de burlas continuas de puerta en
puerta, y de ahí provienen los buenos cuentos y el sobrenombre de burlones que
se da a los habitantes de Angers, que se distinguen por su mucha gracia. Los
palacios antiguos de la antigua villa están situados en la parte más elevada de
aquella calle, habitada antaño por los hidalgos del país. La casa llena de
melancolía donde se desarrollaron los acontecimientos de esta historia, era
precisamente uno de estos edificios, resto venerable de un siglo en que las
cosas y los hombres tenían ese carácter sencillo que las costumbres francesas
van perdiendo a pasos agigantados. Después de seguir las sinuosidades de este
camino pintoresco, cuyos menores accidentes despiertan recuerdos y cuyo efecto
general tiende a sumir a uno en maquinal meditación, se ve un sombrío hueco en
cuyo centro se esconde la puerta de la casa del señor Grandet. Es imposible
comprender todo el interés que despierta este nombre en Saumur sin hacer la
biografía del señor Grandet.
Honoré de Balzac
Papá Goriot 1/6 (audionovela)
El 25 de mayo de 1859 nace el
escritor Arthur Conan Doyle
Nacido en Edimburgo, Escocia, fue educado en un colegio jesuita pagado por el sueldo de su madre, quien llevó la familia adelante ella sola a causa del alcoholismo de su padre, quien no aportaba sino gastos a la casa. Estudió medicina y se graduó como médico naval. Fue en esa época cuando comenzó a escribir sus historias cortas. Más tarde se trasladó a Portsmouth, Inglaterra, donde abrió una consulta con muy poco éxito, así que dedicó su tiempo al deporte del rugby, llegando a ser profesional, y la escritura. Lo mismo le ocurrió en Londres y Crowborough, Inglaterra, donde murió el 7 de julio de 1930. Conan Doyle es mundialmente conocido por ser el creador de dos personajes universales: el detective Sherlock Holmes y su inseparable compañero, el Doctor Watson. Esta pareja ficticia fue creada en 1887 y son los protagonistas de 4 novelas y 56 relatos que fueron publicados, en su mayoría, en The Strand Magazine. Sherlock Holmes es un investigador deductivo y observador que resuelve los casos mediante la inteligencia y no la fuerza.
EL JOROBADO
«Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla
y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera.»
2 Samuel 11, 15
Una noche de verano, pocos meses después de casarme,
estaba sentado ante mi chimenea, fumando una última pipa y dando cabezadas
sobre una novela, pues mi jornada de trabajo había sido agotadora. Mi esposa había
subido ya, y el ruido al cerrarse con llave la puerta de entrada, un rato
antes, me indicó que también los sirvientes se habían retirado. Había
abandonado mi asiento y estaba vaciando la ceniza de mi pipa, cuando oí de
pronto un campanillazo.
Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse de un visitante. Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en vela. Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran asombro por mi parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada.
–Vaya, Watson –dijo–, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía levantado.
–Adelante, por favor, mi querido amigo.
–¡Parece sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diria yo! ¡Hum! ¿O sea que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta ceniza esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que estaba usted acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar por un paisano de pura raza mientras conserve el hábito de guardar el pañuelo en su manga. ¿Puede darme alojamiento por esta noche?
–Con mucho gusto.
–Me dijo que tenía una habitación individual para soltero, y veo que en este momento no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para sombreros en su perchero.
–Me complacerá mucho que se quede.
–Gracias. Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un operario británico en casa. Los envía el demonio. ¿No sería un problema de desagúes, espero?
–No, el gas.
–¡Ah! Ha dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente fumaré una pipa con usted.
Le ofrecí mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía haberle traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia que decidiera abordarlo.
–Veo que en estos momentos está muy ocupado profesionalmente –comentó, dirigiéndome una mirada penetrante.
–Sí, he tenido un día atareado –contesté–. Tal vez a usted le parezca una necedad –añadí–, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir.
Holmes se rió para sus adentros.
–Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson –dijo–. Cuando su ronda es breve va usted a pie, y cuando es larga toma un coche de alquiler. Ya que percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche.
–¡xcelente! –exclame.
–Elemental, querido Watson –dijo él–. Es uno de aquellos casos en los que quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su interlocutor, porque a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la base de la deducción. Lo mismo cabe decir, mi buen amigo, sobre el efecto de algunos de esos pequeños relatos suyos, que es totalmente el de un espejismo, puesto que depende del hecho de que usted retiene entre sus manos ciertos factores del problema que nunca le son impartidos al lector. Ahora bien, en este momento me encuentro en la misma situación de estos lectores, pues tengo en esta mano varios cabos de uno de los casos más extraños que nunca hayan llenado de perplejidad el cerebro de un hombre, y sin embargo me faltan uno o dos que son necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré!
Sus ojos centellearon y un leve rubor se extendió por sus flacas mejillas. Por un instante, se alzó el velo ante su naturaleza viva y entusiasta, pero sólo por un instante. Cuando le miré de nuevo, su cara había adoptado otra vez aquella impasibilidad de indio pielroja que había movido a tantos a mirarle como una maquina y no como un hombre.
–El problema presenta rasgos interesantes –dijo–; puedo decir que incluso características excepcionales muy interesantes. Ya he examinado el asunto y he llegado, según creo, cerca de la solución. Si pudiera usted acompañarme en esta última etapa, me prestarla un servicio más que considerable.
–Me encantaría.
–¿Podría ir mañana a Aldershot?
–No dudo de que Jackson me sustituirá en mi consulta.
–Muy bien. Deseo salir de Waterloo en el tren de las once diez.
–Lo cual me da tiempo de sobra.
–Pues entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un esbozo de lo que ha ocurrido y de lo que queda por hacen.
–Tenía sueño antes de llegar usted. Ahora estoy perfectamente despejado.
–Resumiré la historia tanto como sea posible sin omitir nada que pueda ser vital para el caso. Es concebible que usted haya leído incluso alguna referencia al mismo. Es el supuesto asesinato del coronel Barclay, de los Royal Mallows, en Aldershot, lo que estoy investigando.
–No he oído nada al respecto.
–Es que todavía no ha despertado una gran atención, excepto localmente. Son hechos que sólo cuentan con un par de días. Brevemente, son los siguientes:
»Como usted sabe, el Royal Mallows es uno de los regimientos irlandeses más famosos en el ejército británico. Hizo proezas tanto en Crimea como durante el motín de los cipayos y, desde entonces, se ha distinguido en todas las ocasiones posibles. Hasta el lunes por la noche lo mandaba James Barclay, un valiente veterano que comenzó como soldado raso y fue ascendido a suboficial por su bravura en tiempos del motín. Llegaría a mandar el mismo regimiento en el que en otro tiempo él había llevado un mosquete.
»El coronel Barclay se casó en la época en que era sargento, y su esposa, cuyo nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del mismo regimiento. Hubo por tanto, como puede imaginar, alguna leve fricción social cuando la joven pareja, pues jóvenes eran aún, se encontró en su nuevo ambiente. No obstante, parece ser que se adaptaron con rapidez y, según tengo entendido, la señora Barclay siempre fue tan popular entre las damas del regimiento como lo era su marido entre sus colegas oficiales. Añadiré que era una mujer de gran belleza y que incluso ahora, cuando lleva más de treinta años casada, todavía presenta una espléndida apariencia.
»Todo indica que la vida familiar del coronel Barclay fue tan feliz como regular. El mayor Murphy, al que debo la mayor parte de mis datos, me asegura que nunca oyó que existiera la menor diferencia entre la pareja. En conjunto, él piensa que la devoción de Barclay a su esposa era mayor que la que su esposa sintiera por él. Barclay se sentía muy intranquilo si se apartaba del lado de ella por un día. Ella, en cambio, aunque afectuosa y fiel, no revelaba un cariño tan avasallador. Pero los dos eran considerados en el regimiento como el mejor modelo de una pareja de mediana edad. No había absolutamente nada en sus relaciones mutuas que anunciara a la gente la tragedia que iba a producirse más tarde.
»Al parecer, el coronel Barclay presentaba algunos rasgos singulares en su carácter. En su talante usual, era un viejo soldado animoso y jovial, pero había ocasiones en que daba la impresión de ser capaz de mostranse considerablemente violento y vindicativo. Sin embargo, por lo que parece, este aspecto de su naturaleza jamás se había vuelto contra su esposa. Otro hecho que había llamado la atención del mayor Murphy, así como de tres de los otros cinco oficiales con los que hablé, era el singular tipo de depresión que a veces le acometía. Tal como lo expresó el mayor, a menudo la sonrisa se borraba de sus labios, como si lo hiciera una mano invisible, cuando se estaba sumando a las bromas y el regocijo en la mesa de los oficiales. Durante varios días, cuando este humor se apoderaba de él, permanecía sumido en el más profundo abatimiento. Esto y un cierto toque de superstición eran los únicos rasgos inusuales que, en su manera de ser, habían observado sus hermanos de armas. Esta última peculiaridad asumía la forma de una repugnancia respecto a quedarse solo, especialmente después de oscurecido, y este detalle pueril en una personalidad tan conspicuamente varonil habla suscitado comentarios y conjeturas.
»El primer batallón de los Royal Mallows, el antiguo 117, lleva varios años estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven fuera de los cuarteles y, durante todo este tiempo, el coronel había ocupado una villa llamada Lachine, a cosa de media milla del Campamento Norte. La casa se alza en terreno propio, pero su ala oeste no se halla a más de treinta yardas de la carretera principal. Un lacayo y dos camareras constituyen la servidumbre. Ellos, junto con sus señores, eran los únicos ocupantes de Lachine, ya que los Barclay no tenían hijos, y no era usual en ellos tener visitantes instalados. Pasemos ahora a lo sucedido en Lachine entre las nueve y las diez del pasado lunes.
» Al parecer, la señora Barclay pertenecía a la iglesia católica romana y se había interesado vivamente por la creación del Gremio de San Jorge, formado en conexión con la capilla de Watt Street, con la finalidad de suministrar ropas usadas a los pobres. Aquella noche, a las ocho, había tenido lugar una reunión del Gremio, y la señora Barclay había cenado apresuradamente a fin de llegar puntual a la misma. Al salir de su casa, el cochero la oyó dirigir una observación de tipo corriente a su marido, y asegurarle que no tardaría en volver. Llamó después a la señorita Mornison, una joven que vive en la villa contigua, y fueron las dos juntas a la reunión. Ésta duró cuarenta minutos y, a las nueve y cuarto, la señora Barclay regresó a su casa, después de dejar a la señorita Mornison ante la puerta de la suya, al pasar.
»Hay en Lachine una habitación que se utiliza como sala de estar por la mañana. Da a la carretera, y una gran puerta cristalera de hojas plegables se abre desde ella sobre el césped. Este se extiende a lo largo de unas treinta yardas, y sólo lo separa de la carretera un muro bajo rematado por una barandilla de hierro. En esta habitación entró la señora Barclay al regresar. Las cortinas no estaban corridas, ya que rara vez se utilizaba aquella sala por la noche, pero la propia señora Barclay encendió la lámpara y después tocó la campanilla, para pedir a Jane Stewart, la primera camarera, que le sirviera una taza de té, cosa que era más bien contraria a sus hábitos usuales. El coronel había estado sentado en el comedor, pero al oír que su esposa ya había regresado, se reunió con ella en la sala mencionada. El cochero le vio atravesar el vestíbulo y entrar en ella. Nunca más se le volvería a ver con vida.
»El té que ella había pedido le fue subido al cabo de diez minutos, pero la sirvienta, al acercarse a la puerta, oyó, sorprendida, las voces de su señor y su señora entregados a un furioso altercado. Llamó, sin recibir respuesta alguna, e incluso hizo girar el pomo de la puerta, pero resultó que ésta estaba cerrada pon el interior. Como es natural, bajó corriendo para advertir a la cocinera, y las dos mujeres, acompañadas por el lacayo, subieron al vestíbulo y escucharon la disputa que proseguía con la misma violencia. Todos coinciden en que sólo se oían dos voces, la de Barclay y la de su mujer. Las frases emitidas por Barclay eran breves y expresadas con voz queda, de modo que ninguna de ellas les resultaba audible a los que escuchaban tras la puerta. Las de la señora, en cambio, eran más cortantes y, cuando alzaba la voz, se oían perfectamente. «Eres un cobarde!», le repetía una y otra vez. «¿Qué podemos hacer ahora? ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Devuélveme la vida! ¡No quiero volver a respirar nunca más el mismo aire que tú! ¡Cobarde! ¡Cobarde!» Esto eran fragmentos de la conversación de ella, que terminaron con un grito repentino y espantoso proferido por la voz del hombre, junto con el ruido de una caída y un penetrante chillido de la mujer. Convencido de que habla ocurrido alguna tragedia, el cochero se abalanzó hacia la puerta y trató de forzarla, mientras del interior brotaba un grito tras otro. No le fue posible, sin embargo, abrirla, y las sirvientas estaban demasiado acongojadas por el miedo para poder prestarle alguna ayuda. Pero entonces se le ocurrió súbitamente una idea y cruzó corriendo la puerta del vestíbulo y salió a la extensión de césped, sobre la que se abría la gran puerta cristalera de hojas plegables. Un lado de éstas estaba abierto, cosa según creo usual en verano, y sin dificultad pudo entrar en la habitación. Su señora había dejado de gritar y estaba echada, sin conocimiento, en un sofá, en tanto que, con los pies sobre el costado de una butaca y la cabeza en el suelo, cerca del ángulo del guardafuegos, yacía el infortunado militar, muerto y en medio de un charco de su propia sangre.
»Naturalmente, el primer pensamiento del cochero, al descubrir que nada podía hacer por su amo, fue el de abrir la puerta, pero entonces se presentó una dificultad tan singular como inesperada. La llave no se encontraba en la parte interior de la puerta, y no fue posible encontrarla en parte alguna de la habitación. Por consiguiente, volvió a salir por la ventana y regresó tras haber conseguido la ayuda de un policía y de un medico. La señora, contra la cual se alzaron lógicamente las más intensas sospechas, fue trasladada a su dormitorio todavía en un estado de insensibilidad. El cadáver del coronel fue colocado entonces sobre el sofá y se procedió a un examen cuidadoso del escenario de la tragedia.
»Se comprobó que la herida infligida al infortunado veterano era un corte desigual, de unos cuatro dedos de longitud, en la parte posterior de la cabeza, que indudablemente había sido causado por un golpe violento asestado con un instrumento contundente. Tampoco fue difícil deducir cuál pudo haber sido esta arma. En el suelo y cerca del cadáver había una curiosa rnaza de madera dura tallada, con un mango de hueso. El coronel poseía una variada colección de armas traídas de los diferentes paises en los que habla luchado, y la policia conjetura que esta maza figuraba entre sus trofeos. Los sirvientes niegan haberla visto antes, pero entre las numerosas curiosidades que hay en la casa es posible que les hubiera pasado por alto. Nada más de importancia descubrió la policia en la habitación, salvo el hecho inexplicable de que ni en la
persona de la señora Barclay ni sobre la víctima ni en parte alguna de la habitación se encontró la llave perdida. Finalmente, la puerta tuvo que abrirla un cerrajero de Aldershot.
»Asi estaban las cosas, Watson, cuando el lunes por la mañana me trasladé a Aldershot, a petición del mayor Murphy, para respaldar los esfuerzos de la policia. Pienso que reconocerá que el problema ofrecía ya su interés, pero mis observaciones pronto me hicieron comprender que era en realidad mucho más extraordinario que todo cuanto pudiera aparentar a primera vista.
»Antes de examinar la habitación, interrogué a los sirvientes, pero sólo conseguí obtener los hechos que ya he explicado. Otro detalle interesante fue el que recordó la camarera Jane Stewart. Como ya le he dicho, al oír los ecos de la disputa bajó y regresó con los otros criados. Dice que en la primera ocasión, cuando ella estaba sola, las voces de su señor y de su señora eran tan bajas que apenas pudo oir nada, y juzgó por sus tonos, más bien que por sus palabras, que había una seria desavenencia entre ellos. Sin embargo, al insistir yo en mis preguntas, recordó haber oído el nombre «David», pronunciado dos veces por la dama. Este punto tiene la mayor importancia para orientarnos respecto al motivo de la súbita pelea. Recordará que el nombre del coronel era James.
»Habia algo en el caso que causó profunda impre-ión tanto a los sirvientes como a la policía. Hablo de la deformación en la cara del coronel. Según su relato, había quedado grabada en ella la expresión de miedo y horror más tremenda que pueda asumir una faz humana. Esto, claro está, encajaba perfectamente con la teoría de la policía, en el caso de que el coronel hubiera podido ver a su esposa en el momento de efectuar ésta un ataque mortífero contra él. Y contra esto no representaba una objeción fatal el hecho de tener la herida en la parte posterior de la cabeza, ya que pudo haberse vuelto para evitar el golpe. No era posible ob-ener información alguna de la señora, ya que ésta se mostraba temporalmente desequilibrada a consecuencia de un agudo ataque de fiebre cerebral.
»Supe por la policía que la señorita Mornison, que, como recordará, salió aquella noche con la señora Barclay, negaba tener la menor idea acerca de lo que había causado el malhumor de su compañera al volver.
»Una vez reunidos estos hechos, Watson, fumé varias pipas mientras meditaba sobre ellos, tratando de separar los que eran cruciales de otros que eran meramente incidentales. No cabía la menor duda de que el punto más distintivo y sugestivo en el caso era la desaparición de la llave de la puerta. Un registro a fondo no había permitido encontrarla en la habitación y, por consiguiente, hablan de habérsela llevado. Pero ni el coronel ni la esposa del coronel pudieron apoderarse de ella. Esto quedaba bien claro. Por consiguiente, tenía que haber entrado en la habitación una tercera persona. Y esta tercera persona sólo pudo haber entrado por la ventana. Me pareció que un examen cuidadoso de la habitación y del césped podían revelar alguna traza del misterioso individuo. Usted ya conoce mis métodos, Watson, y no hubo ni uno solo de ellos que yo dejara de aplicar en mi búsqueda. Y ésta concluyó al encontrar yo trazas, pero muy diferentes de las que había esperado. Había habido un hombre en la sala, y este hombre había cruzado el césped, procedente de la carretera. Me fue posible obtener cinco impresiones muy claras de las huellas de sus pies: una en la misma carretera, en el punto donde había escalado el muro bajo, dos en el césped y otras dos, muy débiles, en las tablas enceradas cercanas a la ventana por la que entró. Al parecer, había corrido por el césped, pues las huellas del dedo gordo eran mucho más profundas que las de los talones. Pero no fue el hombre el que me sorprendió, sino su acompañante.
–¿Su acompañante?
Holmes extrajo de su bolsillo una hoja grande de papel plegada y la desdobló cuidadosamente sobre su rodilla.
–¿Qué me dice de esto? –preguntó.
El papel estaba cubierto por dibujos de huellas de patas de un animal pequeño. Tenía cinco almohadillas bien marcadas y una indicación de uñas largas, y toda la huella mostraba más o menos el tamaño de una cucharilla de postre.
–Es un perro –dije.
–¿Ha oído hablar alguna vez de un perro que trepe por una cortina? Encontré señales bien claras de que esta criatura lo había hecho.
–¿Un mono, pues?
–Pero ésta no es la huella de un mono.
–~De qué puede ser, pues?
–Ni perro, ni gato, ni mono, ni criatura alguna con la que nosotros estemos familiarizados. He tratado de reconstruirla a partir de las mediciones. He aquí cuatro huellas en las que el animal ha estado inmóvil y de pie. Como puede ver, no hay menos de quince pulgadas entre la pata delantera y la trasera. Añada a esto la longitud del cuello y de la cabeza, y tendrá una bestezuela de no mucho menos de dos pies de longitud... probablemente más, si existe una cola. Pero observe ahora esta otra medición. El animal se ha estado moviendo y tenemos la longitud de su paso. En cada caso es tan sólo de unas tres pulgadas. Como ve, existe una indicación de un cuerpo largo con unas patas muy cortas unidas a él. No ha tenido la consideración de dejar una muestra de su pelo tras de sí, pero su forma general ha de ser la que he indicado, puede trepar por una cortina y es carnívoro.
–¿Cómo lo deduce?
–Porque trepó por la cortina. En la ventana colgaba una jaula con un canario; parece ser que su objetivo era apoderarse del pájaro.
–¿Qué era, entonces, este animal?
–Ah, si pudiera darle un nombre habría avanzado un buen trecho hacia la solución del caso. Bien mirado, se trata probablemente de alguna criatura de la tribu de las comadrejas o los armiños y, sin embargo, es más grande que todos los ejemplares de estas especies que yo haya visto jamás.
–Pero ¿qué tuvo que ver con el crimen?
–Esto también queda oscuro. Pero, como observará, sabemos que hubo un hombre en el camino, presenciando la disputa entre los Barclay, puesto que había luz en la habitación y las cortinas no estaban corridas. Sabemos también que corrió a través del césped, entró en la habitación acompañado por un animal extraño, y que, o bien golpeó al coronel, o éste se desplomó a causa del tremendo susto que le causó su visión y se partió la cabeza en la esquina del guardafuegos. Finalmente, tenemos el curioso hecho de que el intruso se llevó la llave al marcharse.
–Parece como si sus descubrimientos hubieran dejado el asunto más oscuro de lo que ya estaba -observe.
–Así es. Indudablemente, han demostrado que el caso es mucho más profundo de lo que se conjeturó al principio. Medité detenidamente la cuestión y llegué a la conclusión de que debo enfocar el caso desde otro aspecto. Pero de hecho, Watson, le estoy manteniendo levantado y puedo contarle perfectamente todo esto en nuestro viaje de mañana a Aldershot.
–Gracias, pero ha llegado demasiado lejos para detenerse ahora.
–Yo tenía la certeza de que, cuando la señora Barclay salió de su casa a las siete y media, estaba en buena relación con su marido. Como creo haber dicho ya, nunca mostraba de forma ostentosa su afecto, pero el cochero la oyó departir amistosamente con el coronel. Ahora bien, la misma certeza tuve de que, al regresar, se retiró inmediatamente a la habitación en que menos probabilidades tenía de ver a su esposo, y allí pidió té, como era propio de una mujer presa de agitación. Y finalmente, al presentarse él, prorrumpió en violentas recriminaciones.
»Por consiguiente, algo había ocurrido entre las siete y media y las nueve, algo que alteró por completo los sentimientos de ella respecto a él. Pero la señorita Mornison no se había separado de ella durante esta hora y media, y era absolutamente seguro por tanto, a pesar de su negativa, que algo tenía que saber ella respecto al asunto.
»Mi primera conjetura fue la posibilidad de que entre esta joven y el veterano militar existiera alguna relación que éste hubiera confesado ahora a su esposa. Esto explicaría la indignación de ésta a su regreso y también la negativa de la joven en lo tocante a que hubiera ocurrido algo. Tampoco era del todo incompatible con la mayoría de palabras que pudieron oírse.
Pero existía la referencia a un tal David y también el contrapeso del bien sabido afecto del coronel por su mujer, ello sin hablar de la trágica intrusión de este otro hombre que, desde luego, bien podía estar totalmente desvinculada de todo lo ocurrido antes. No resultaba nada fácil seguirlo todo paso a paso, pero en conjunto yo me sentía inclinado a descartar la idea de que hubiera habido algo entre el coronel y la señorita Mornison, pero cada vez estaba más convencido de que esta joven tenía la clave de lo que provocó el odio de la señora Barclay contra su marido. Por consiguiente, tomé la lógica medida de visitar a la señorita Mornison, explicarle que tenía la absoluta certeza de que ella retenía datos que obraban en su poder y asegurarle que su amiga la señora Barclay podía verse en el banquillo, con peligro de una sentencia capital, a no ser que se aclarase la cuestión.
»‘La señorita Mornison es una jovencita pequeña, con ojos tímidos y rubios cabellos, pero a la que no le faltan, ni mucho menos, astucia y sentido común. Después de hablar yo, reflexionó durante algún tiempo y acto seguido, volviéndose resueltamente hacia mí, comenzó una notable declaración, que procedo a condensarle.
»–Prometí a mi amiga no decir nada al respecto, y una promesa es una promesa –dijo–. Pero si de veras puedo ayudarla cuando se encuentra bajo una acusación tan grave, y cuando su boca, pobrecita, se ve cerrada por la enfermedad, creo que estoy liberada de mi promesa. Yo le diré exactamente lo que ocurrió el lunes por la tarde.
»Regresábamos a la misión de Watt Street a eso de las ocho y cuarto. En nuestro camino teníamos que pasar por Hudson Street, que es una calle muy tranquila. Sólo hay un farol en ella, en la acera izquierda, y al acercarnos a él, vi venir hacia nosotros un hombre con la espalda muy encorvada y con algo semejante a una caja colgada de un hombro. Parecía deforme, pues caminaba con la cabeza gacha y las rodillas dobladas. Al cruzarnos con él, levantó la cara para mirarnos bajo el círculo de luz que proyectaba el farol; al hacerlo se detuvo y gritó con una voz terrible: «¡Dios mío, pero si es Nancy!» La señora Barclay se volvió con una palidez total y se hubiera caído de no haberla sostenido aquel ser de tan horrendo aspecto. Me disponía a llamar a un guardia, cuando ella, con gran sorpresa por mi parte, dirigió educadamente la palabra al hombre.
»–Durante estos treinta años te he creído muerto, Henry –le dijo con voz temblorosa.
»–Y yo –contestó él.
»Fue terrible oír el tono con el que pronunció estas palabras. Tenía un rostro muy moreno y tremebundo, y un brillo en los ojos que todavía vuelvo a ver en sueños. Cabellos y patillas estaban entreverados de gris, y tenía toda la cara arrugada y llena de surcos, como una manzana marchita.
»–Sigue un rato tu camino, querida –me dijo la señora Barclay–. Quiero hablar un momento con este hombre. No hay nada que temer.
»Trataba de hablar con naturalidad, pero estaba todavía mortalmente pálida y el temblor de sus labios apenas le permitía articular las palabras.
»Hice lo que ella me pedía y los dos hablaron durante varios minutos. Después ella bajó por la calle con los ojos llameantes. Vi que el pobre inválido, de pie junto al farol, alzaba los puños cerrados en el aire, como si la rabia le hubiera enloquecido. Ella no dijo ni palabra hasta que llegamos a mi puerta, pero entonces me estrechó la mano y me rogó que no contara a nadie lo ocurrido.
»–Es un antiguo amigo mío que ha reaparecido -me dijo.
»Cuando le prometí que por mí no se sabría ni una palabra, me besó y ya no he vuelto a verla desde entonces. Le acabo de contar toda la verdad, y si me la callé ante la policía fue porque no comprendí entonces el peligro en que se encontraba mi querida amiga. Ahora sé que sólo puede redundar en su favor el que se sepa todo.
»Tal fue su declaración, Watson, y para mí, como podrá imaginar, fue como una luz en una noche oscura. Todo lo que antes habla estado desconectado empezó en seguida a asumir su verdadero lugar, y tuve una primera y vaga idea de toda la secuencia de acontecimientos. Mi próximo paso consistía, evidentemente, en hallar al hombre que había causado una impresión tan notable en la señora Barclay. Si todavía se encontraba en Aldershot, la cuestión no sería tan difícil. No hay un número muy elevado de civiles y un hombre deformado forzosamente había de llamar la atención. Pasé un día buscando y, al atardecer, aquel mismo atardecer, Watson, ya había dado con él.
»El hombre se llama Henry Wood y vive en una habitación de la misma calle en la que le encontraron las dos mujeres. Lleva sólo cinco días en la población. Simulando ser un agente del registro, tuve una interesante conversación con su patrona. El hombre ejerce el oficio de actor y prestidigitador. Una vez caida la noche, va de una cantina a otra y ofrece en ellas su pequeño espectáculo. Lleva consigo, en aquella caja, un animalillo que a la patrona parece causarle una considerable inquietud, ya que nunca ha visto un animal semejante. Él lo utiliza en algunos de sus trucos, según cuenta ella. Esto fue lo que pudo explicarme la mujer, así como también que era muy extraño que el hombre viviera teniendo en cuenta lo muy retorcido que estaba, que hablaba a veces en una lengua extraña y que en las dos últimas noches le había oído gemir y llorar en su habitación. Era buen pagador, pero en lo que le entregó le dio lo que parecía ser un florín falso. Me lo enseñó, Watson, y era una rupia india.
»Y ahora, mi querido amigo, ya ve usted exactamente dónde nos encontramos y por qué quiero tenerle a mi lado. Está perfectamente claro que, cuando las damas se alejaron de ese hombre, él las siguió a distancia, que presenció a través de la ventana la disputa entre marido y mujer, que irrumpió en la habitación y que el animalillo que llevaba en la caja quedó en libertad. Todo esto ofrece la mayor certeza. Pero él es la única persona de este mundo que puede decirnos exactamente lo que sucedió en aquella habitación.
–¿Y tiene la intención de preguntárselo a él?
–Desde luego... pero en presencia de un testigo.
–¿Y yo soy el testigo?
–Si tiene esa bondad. Si él puede explicar lo sucedido, pues muy bien. Y si se niega, no tendremos más alternativa que la de pedir un mandamiento.
–¿Y cómo sabe que él estará allí cuando nosotros lleguemos?
–Tenga la seguridad de que he tomado algunas precauciones. He puesto a vigilarle a uno de mis chicos de Baker Street, que se agarraría a él como una lapa fuera adonde fuera. Mañana lo encontraremos en Hudson Street, Watson, y entretanto yo sí que sería un criminal si le mantuviera alejado de la cama por más tiempo.
Era mediodía cuando nos encontramos en la escena de la tragedia y, bajo la orientación de mi compañero, nos dirigimos sin pérdida de tiempo a Hudson Street. A pesar de su capacidad para contener sus emociones, pude ver fácilmente que Holmes se encontraba en un estado de excitación contenida, mientras a mi me cosquilleaba aquella sensación placentera, mitad deportiva mitad intelectual, que experimentaba invariablemente cuando me unía a él en sus investigaciones.
–Esta es la calle –dijo al enfilar un corto pasaje flanqueado por sencillas casas de dos plantas y obra vista–. Ah, ahí está Simpson, que viene a dar el parte.
–Está en casa, señor Holmes –exclamó un rapaz con aspecto de pillete, corriendo hacia nosotros.
–¡Muy bien, Simpson! –aprobó Holmes, dándole una palmadita en la cabeza–. Adelante, Watson, ésta es la casa.
Hizo pasar su tarjeta, junto con el mensaje de que habíamos acudido por un asunto importante. Unos momentos después nos encontramos cara a cara con el hombre que deseábamos ver. A pesar del tiempo caluroso, estaba agazapado frente a un fuego; la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado, todo él retorcido y acurrucado en una silla, de un modo que proporcionaba una indescriptible impresión de deformidad, pero el rostro que volvio hacia nosotros, aunque arrugado y atezado, debió de haber sido en otro tiempo notable por su belleza. Nos miró suspicazmente con ojos de un amarillo bilioso y, sin hablar, ni levantarse, nos indicó un par de sillas.
–¿El señor Henry Wood, últimamente residente en la India, verdad? – preguntó Holmes afablemente-. He venido por ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay.
–¿Y qué puedo saber yo al respecto?
–Esto es lo que he venido a averiguar. ¿Supongo que sabe usted que, si no se aclara el caso, la señora Barclay, que es una antigua amiga suya, será juzgada, según todas las probabilidades, por asesinato?
El hombre experimentó un violento sobresalto.
–Yo no sé quién es usted –exclamó–, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero juraría que es verdad lo que me está diciendo?
–Sólo esperan que ella recupere el sentido para proceder a su arresto.
–¡Dios mío! ¿Y ustedes también son de la policía?
-No.
–¿Cuál es, pues, su misión?
–Es misión de todo hombre procurar que se haga justicia.
–Puede aceptar mi palabra de que ella es inocente.
–~Entonces usted es culpable?
–No, no lo soy.
–¿Quién mató, pues, al coronel James Barclay?
–Fue la Providencia justiciera quien le mató. Pero le aseguro que, si yo le hubiera hecho saltar la tapa de los sesos, como ansiaba hacer, no habría recibido de mis manos más que lo debido. Si su conciencia culpable no lo hubiera fulminado, es más que probable que yo me hubiera manchado con su sangre. Usted desea que yo cuente lo ocurrido. Pues bien, no veo por que no debiera hacerlo, pues nada hay en ello que deba avergonzarme.
»Las cosas ocurrieron así, señor. Usted me ve ahora con mi espalda como la de un camello y mis costillas deformadas, pero hubo un tiempo en que el cabo Henry Wood era el hombre más apuesto del 117 de Infantería. Nos encontrábamos entonces en la India,acantonados en un lugar al que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía, y la beldad del regimiento, y además la mejor chica que haya existido jamás, era Nancy Devoy, hija del sargento abanderado. Había dos hombres que la amaban y uno al que amaba ella. Ustedes sonreirán al mirar a este pobre ser acurrucado ante el fuego y oírme decir que me amaba por lo bien plantado que era yo.
»Pero aunque yo fuese dueño de su corazón, su padre estaba empeñado en que se casara con Barclay. Yo era un muchacho algo atolondrado y tarambana, y él había recibido una educación y ya estaba destinado a llevar un día espada. Pero la chica se mantuvo fiel a mí y parecía como si yo fuera a conseguirla, cuando se produjo la rebelión de los cipayos y se desencadenó el infierno en todo el país.
»Nuestro regimiento quedó bloqueado en Bhurtee con media batería de artillería, una compañía de sikhs y numerosos civiles, entre ellos mujeres. Nos rodeaban diez mil rebeldes, mostrándose tan ávidos como una jauría de terriers alrededor de una jaula de ratas. Hacia la segunda semana del asedio, se nos terminó el agua y surgió la cuestión de si podíamos establecer comunicación con la columna del general Neill, que estaba avanzando por la región. Era nuestra única posibilidad, ya que no podíamos esperar abrirnos paso peleando, con todas aquellas mujeres y niños, por lo que me ofrecí voluntario para ir al encuentro del general Neill y explicarle el peligro que corríamos. Mi ofrecimiento fue aceptado y hablé de él con el sargento Barclay, del que se decía que conocía el terreno mejor que nadie, y trazó una ruta que me permitiría atravesar las lineas rebeldes. A las diez de aquella misma noche, comencé mi expedición. Había un millar de vidas que salvar, pero sólo en una pensaba yo cuando por la noche salté desde el parapeto.
»Mi camino discurría a lo largo de un terreno seco que, según esperábamos, había de ocultarme ante los centinelas enemigos, pero al doblar un ángulo del mismo me encontré frente a seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad. En un instante, un golpe me atontó y fui atado de pies y manos. Pero el verdadero golpe lo recibí en el corazón y no en la cabeza, pues cuando volví en mí y escuché lo que pude entender de su conversación, oí lo suficiente para enterarme de que mi camarada, el mismo hombre que había trazado el camino que yo había de seguir, me había traicionado y, por medio de un sirviente nativo, me había entregado al enemigo.
»Bien, no es necesario que divague sobre esta parte de la historia. Ya sabe ahora de que era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberada por Neill el día siguiente, pero los rebeldes se me llevaron con ellos en su retirada. Pasaron largos años antes de que yo volviera a ver un rostro blanco. Fui torturado y traté de huir, pero fui capturado y torturado de nuevo. Pueden ustedes ver en qué estado quedé. Algunos de los rebeldes, que huyeron a Nepal, se me llevaron consigo, y después me encontré más allá de Darjeeling. Los montañeses de esta región mataron a los rebeldes que me mantenían prisionero y, por un tiempo, me convertí en su esclavo hasta que me escapé, pero en vez de ir hacia el sur tuve que ir al norte, hasta encontrarme con los afganos. Allí vagabundeé varios años, y al final regresé al Punjab, donde vivi casi siempre entre nativos y me gané la vida con los trucos de prestidigitación que había aprendido. ¿De qué iba a servirme a mí, un pobre inválido, volver a Inglaterra, o darme a conocer entre mis antiguos camaradas de armas? Ni siquiera mi deseo de venganza podía impulsarme a hacerlo. Prefería que Nancy y mis compañeros pensaran que Henry Wood había muerto con la espalda enhiesta, en vez de que me vieran vivo y moviéndome con ayuda de un baston, como un chimpancé. Ellos no dudaban de que yo había muerto, y me cuidé de que nunca supieran otra cosa. Oí que Barclay se había casado con Nancy y que ascendía rápidamente en el regimiento, pero ni siquiera esto me movió a hablar.
»Pero cuando uno envejece, le asalta la nostalgia de su patria. Durante años yo había soñado con los verdes y espléndidos prados y setos de Inglaterra. Finalmente, decidí verlos antes de morir; ahorré lo suficiente para el viaje y me vine entonces aquí, un lugar de soldados, pues yo conozco sus aficiones y sé cómo divertirlos con ello gano lo bastante para sustentarme.
–Su narración no puede ser más interesante –dijo Holmes–. Ya he oído hablar de su encuentro con la señora Barclay y su mutua identificación. Según tengo entendido, entonces usted la siguió hasta su casa y vio a través de la ventana un altercado entre ella y su esposo, durante el cual ella le echó en cara su conducta con usted. Sus sentimientos le dominaron, atravesó corriendo el césped e irrumpió allí donde estaban los dos.
–Así fue, señor. Y al verme a mí, él asumió una expresión como nunca se la he visto a ningún hombre y se cayó, dándose un golpe en la cabeza contra el guardafuegos. Pero ya estaba muerto antes de caerse. Leí la muerte en su cara tan claramente como ahora puedo leer ese texto a la luz del fuego. La mera visión de mi persona fue como una bala que atravesara su corazón culpable.
Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse de un visitante. Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en vela. Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran asombro por mi parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada.
–Vaya, Watson –dijo–, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía levantado.
–Adelante, por favor, mi querido amigo.
–¡Parece sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diria yo! ¡Hum! ¿O sea que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta ceniza esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que estaba usted acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar por un paisano de pura raza mientras conserve el hábito de guardar el pañuelo en su manga. ¿Puede darme alojamiento por esta noche?
–Con mucho gusto.
–Me dijo que tenía una habitación individual para soltero, y veo que en este momento no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para sombreros en su perchero.
–Me complacerá mucho que se quede.
–Gracias. Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un operario británico en casa. Los envía el demonio. ¿No sería un problema de desagúes, espero?
–No, el gas.
–¡Ah! Ha dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente fumaré una pipa con usted.
Le ofrecí mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía haberle traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia que decidiera abordarlo.
–Veo que en estos momentos está muy ocupado profesionalmente –comentó, dirigiéndome una mirada penetrante.
–Sí, he tenido un día atareado –contesté–. Tal vez a usted le parezca una necedad –añadí–, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir.
Holmes se rió para sus adentros.
–Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson –dijo–. Cuando su ronda es breve va usted a pie, y cuando es larga toma un coche de alquiler. Ya que percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche.
–¡xcelente! –exclame.
–Elemental, querido Watson –dijo él–. Es uno de aquellos casos en los que quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su interlocutor, porque a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la base de la deducción. Lo mismo cabe decir, mi buen amigo, sobre el efecto de algunos de esos pequeños relatos suyos, que es totalmente el de un espejismo, puesto que depende del hecho de que usted retiene entre sus manos ciertos factores del problema que nunca le son impartidos al lector. Ahora bien, en este momento me encuentro en la misma situación de estos lectores, pues tengo en esta mano varios cabos de uno de los casos más extraños que nunca hayan llenado de perplejidad el cerebro de un hombre, y sin embargo me faltan uno o dos que son necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré!
Sus ojos centellearon y un leve rubor se extendió por sus flacas mejillas. Por un instante, se alzó el velo ante su naturaleza viva y entusiasta, pero sólo por un instante. Cuando le miré de nuevo, su cara había adoptado otra vez aquella impasibilidad de indio pielroja que había movido a tantos a mirarle como una maquina y no como un hombre.
–El problema presenta rasgos interesantes –dijo–; puedo decir que incluso características excepcionales muy interesantes. Ya he examinado el asunto y he llegado, según creo, cerca de la solución. Si pudiera usted acompañarme en esta última etapa, me prestarla un servicio más que considerable.
–Me encantaría.
–¿Podría ir mañana a Aldershot?
–No dudo de que Jackson me sustituirá en mi consulta.
–Muy bien. Deseo salir de Waterloo en el tren de las once diez.
–Lo cual me da tiempo de sobra.
–Pues entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un esbozo de lo que ha ocurrido y de lo que queda por hacen.
–Tenía sueño antes de llegar usted. Ahora estoy perfectamente despejado.
–Resumiré la historia tanto como sea posible sin omitir nada que pueda ser vital para el caso. Es concebible que usted haya leído incluso alguna referencia al mismo. Es el supuesto asesinato del coronel Barclay, de los Royal Mallows, en Aldershot, lo que estoy investigando.
–No he oído nada al respecto.
–Es que todavía no ha despertado una gran atención, excepto localmente. Son hechos que sólo cuentan con un par de días. Brevemente, son los siguientes:
»Como usted sabe, el Royal Mallows es uno de los regimientos irlandeses más famosos en el ejército británico. Hizo proezas tanto en Crimea como durante el motín de los cipayos y, desde entonces, se ha distinguido en todas las ocasiones posibles. Hasta el lunes por la noche lo mandaba James Barclay, un valiente veterano que comenzó como soldado raso y fue ascendido a suboficial por su bravura en tiempos del motín. Llegaría a mandar el mismo regimiento en el que en otro tiempo él había llevado un mosquete.
»El coronel Barclay se casó en la época en que era sargento, y su esposa, cuyo nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del mismo regimiento. Hubo por tanto, como puede imaginar, alguna leve fricción social cuando la joven pareja, pues jóvenes eran aún, se encontró en su nuevo ambiente. No obstante, parece ser que se adaptaron con rapidez y, según tengo entendido, la señora Barclay siempre fue tan popular entre las damas del regimiento como lo era su marido entre sus colegas oficiales. Añadiré que era una mujer de gran belleza y que incluso ahora, cuando lleva más de treinta años casada, todavía presenta una espléndida apariencia.
»Todo indica que la vida familiar del coronel Barclay fue tan feliz como regular. El mayor Murphy, al que debo la mayor parte de mis datos, me asegura que nunca oyó que existiera la menor diferencia entre la pareja. En conjunto, él piensa que la devoción de Barclay a su esposa era mayor que la que su esposa sintiera por él. Barclay se sentía muy intranquilo si se apartaba del lado de ella por un día. Ella, en cambio, aunque afectuosa y fiel, no revelaba un cariño tan avasallador. Pero los dos eran considerados en el regimiento como el mejor modelo de una pareja de mediana edad. No había absolutamente nada en sus relaciones mutuas que anunciara a la gente la tragedia que iba a producirse más tarde.
»Al parecer, el coronel Barclay presentaba algunos rasgos singulares en su carácter. En su talante usual, era un viejo soldado animoso y jovial, pero había ocasiones en que daba la impresión de ser capaz de mostranse considerablemente violento y vindicativo. Sin embargo, por lo que parece, este aspecto de su naturaleza jamás se había vuelto contra su esposa. Otro hecho que había llamado la atención del mayor Murphy, así como de tres de los otros cinco oficiales con los que hablé, era el singular tipo de depresión que a veces le acometía. Tal como lo expresó el mayor, a menudo la sonrisa se borraba de sus labios, como si lo hiciera una mano invisible, cuando se estaba sumando a las bromas y el regocijo en la mesa de los oficiales. Durante varios días, cuando este humor se apoderaba de él, permanecía sumido en el más profundo abatimiento. Esto y un cierto toque de superstición eran los únicos rasgos inusuales que, en su manera de ser, habían observado sus hermanos de armas. Esta última peculiaridad asumía la forma de una repugnancia respecto a quedarse solo, especialmente después de oscurecido, y este detalle pueril en una personalidad tan conspicuamente varonil habla suscitado comentarios y conjeturas.
»El primer batallón de los Royal Mallows, el antiguo 117, lleva varios años estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven fuera de los cuarteles y, durante todo este tiempo, el coronel había ocupado una villa llamada Lachine, a cosa de media milla del Campamento Norte. La casa se alza en terreno propio, pero su ala oeste no se halla a más de treinta yardas de la carretera principal. Un lacayo y dos camareras constituyen la servidumbre. Ellos, junto con sus señores, eran los únicos ocupantes de Lachine, ya que los Barclay no tenían hijos, y no era usual en ellos tener visitantes instalados. Pasemos ahora a lo sucedido en Lachine entre las nueve y las diez del pasado lunes.
» Al parecer, la señora Barclay pertenecía a la iglesia católica romana y se había interesado vivamente por la creación del Gremio de San Jorge, formado en conexión con la capilla de Watt Street, con la finalidad de suministrar ropas usadas a los pobres. Aquella noche, a las ocho, había tenido lugar una reunión del Gremio, y la señora Barclay había cenado apresuradamente a fin de llegar puntual a la misma. Al salir de su casa, el cochero la oyó dirigir una observación de tipo corriente a su marido, y asegurarle que no tardaría en volver. Llamó después a la señorita Mornison, una joven que vive en la villa contigua, y fueron las dos juntas a la reunión. Ésta duró cuarenta minutos y, a las nueve y cuarto, la señora Barclay regresó a su casa, después de dejar a la señorita Mornison ante la puerta de la suya, al pasar.
»Hay en Lachine una habitación que se utiliza como sala de estar por la mañana. Da a la carretera, y una gran puerta cristalera de hojas plegables se abre desde ella sobre el césped. Este se extiende a lo largo de unas treinta yardas, y sólo lo separa de la carretera un muro bajo rematado por una barandilla de hierro. En esta habitación entró la señora Barclay al regresar. Las cortinas no estaban corridas, ya que rara vez se utilizaba aquella sala por la noche, pero la propia señora Barclay encendió la lámpara y después tocó la campanilla, para pedir a Jane Stewart, la primera camarera, que le sirviera una taza de té, cosa que era más bien contraria a sus hábitos usuales. El coronel había estado sentado en el comedor, pero al oír que su esposa ya había regresado, se reunió con ella en la sala mencionada. El cochero le vio atravesar el vestíbulo y entrar en ella. Nunca más se le volvería a ver con vida.
»El té que ella había pedido le fue subido al cabo de diez minutos, pero la sirvienta, al acercarse a la puerta, oyó, sorprendida, las voces de su señor y su señora entregados a un furioso altercado. Llamó, sin recibir respuesta alguna, e incluso hizo girar el pomo de la puerta, pero resultó que ésta estaba cerrada pon el interior. Como es natural, bajó corriendo para advertir a la cocinera, y las dos mujeres, acompañadas por el lacayo, subieron al vestíbulo y escucharon la disputa que proseguía con la misma violencia. Todos coinciden en que sólo se oían dos voces, la de Barclay y la de su mujer. Las frases emitidas por Barclay eran breves y expresadas con voz queda, de modo que ninguna de ellas les resultaba audible a los que escuchaban tras la puerta. Las de la señora, en cambio, eran más cortantes y, cuando alzaba la voz, se oían perfectamente. «Eres un cobarde!», le repetía una y otra vez. «¿Qué podemos hacer ahora? ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Devuélveme la vida! ¡No quiero volver a respirar nunca más el mismo aire que tú! ¡Cobarde! ¡Cobarde!» Esto eran fragmentos de la conversación de ella, que terminaron con un grito repentino y espantoso proferido por la voz del hombre, junto con el ruido de una caída y un penetrante chillido de la mujer. Convencido de que habla ocurrido alguna tragedia, el cochero se abalanzó hacia la puerta y trató de forzarla, mientras del interior brotaba un grito tras otro. No le fue posible, sin embargo, abrirla, y las sirvientas estaban demasiado acongojadas por el miedo para poder prestarle alguna ayuda. Pero entonces se le ocurrió súbitamente una idea y cruzó corriendo la puerta del vestíbulo y salió a la extensión de césped, sobre la que se abría la gran puerta cristalera de hojas plegables. Un lado de éstas estaba abierto, cosa según creo usual en verano, y sin dificultad pudo entrar en la habitación. Su señora había dejado de gritar y estaba echada, sin conocimiento, en un sofá, en tanto que, con los pies sobre el costado de una butaca y la cabeza en el suelo, cerca del ángulo del guardafuegos, yacía el infortunado militar, muerto y en medio de un charco de su propia sangre.
»Naturalmente, el primer pensamiento del cochero, al descubrir que nada podía hacer por su amo, fue el de abrir la puerta, pero entonces se presentó una dificultad tan singular como inesperada. La llave no se encontraba en la parte interior de la puerta, y no fue posible encontrarla en parte alguna de la habitación. Por consiguiente, volvió a salir por la ventana y regresó tras haber conseguido la ayuda de un policía y de un medico. La señora, contra la cual se alzaron lógicamente las más intensas sospechas, fue trasladada a su dormitorio todavía en un estado de insensibilidad. El cadáver del coronel fue colocado entonces sobre el sofá y se procedió a un examen cuidadoso del escenario de la tragedia.
»Se comprobó que la herida infligida al infortunado veterano era un corte desigual, de unos cuatro dedos de longitud, en la parte posterior de la cabeza, que indudablemente había sido causado por un golpe violento asestado con un instrumento contundente. Tampoco fue difícil deducir cuál pudo haber sido esta arma. En el suelo y cerca del cadáver había una curiosa rnaza de madera dura tallada, con un mango de hueso. El coronel poseía una variada colección de armas traídas de los diferentes paises en los que habla luchado, y la policia conjetura que esta maza figuraba entre sus trofeos. Los sirvientes niegan haberla visto antes, pero entre las numerosas curiosidades que hay en la casa es posible que les hubiera pasado por alto. Nada más de importancia descubrió la policia en la habitación, salvo el hecho inexplicable de que ni en la
persona de la señora Barclay ni sobre la víctima ni en parte alguna de la habitación se encontró la llave perdida. Finalmente, la puerta tuvo que abrirla un cerrajero de Aldershot.
»Asi estaban las cosas, Watson, cuando el lunes por la mañana me trasladé a Aldershot, a petición del mayor Murphy, para respaldar los esfuerzos de la policia. Pienso que reconocerá que el problema ofrecía ya su interés, pero mis observaciones pronto me hicieron comprender que era en realidad mucho más extraordinario que todo cuanto pudiera aparentar a primera vista.
»Antes de examinar la habitación, interrogué a los sirvientes, pero sólo conseguí obtener los hechos que ya he explicado. Otro detalle interesante fue el que recordó la camarera Jane Stewart. Como ya le he dicho, al oír los ecos de la disputa bajó y regresó con los otros criados. Dice que en la primera ocasión, cuando ella estaba sola, las voces de su señor y de su señora eran tan bajas que apenas pudo oir nada, y juzgó por sus tonos, más bien que por sus palabras, que había una seria desavenencia entre ellos. Sin embargo, al insistir yo en mis preguntas, recordó haber oído el nombre «David», pronunciado dos veces por la dama. Este punto tiene la mayor importancia para orientarnos respecto al motivo de la súbita pelea. Recordará que el nombre del coronel era James.
»Habia algo en el caso que causó profunda impre-ión tanto a los sirvientes como a la policía. Hablo de la deformación en la cara del coronel. Según su relato, había quedado grabada en ella la expresión de miedo y horror más tremenda que pueda asumir una faz humana. Esto, claro está, encajaba perfectamente con la teoría de la policía, en el caso de que el coronel hubiera podido ver a su esposa en el momento de efectuar ésta un ataque mortífero contra él. Y contra esto no representaba una objeción fatal el hecho de tener la herida en la parte posterior de la cabeza, ya que pudo haberse vuelto para evitar el golpe. No era posible ob-ener información alguna de la señora, ya que ésta se mostraba temporalmente desequilibrada a consecuencia de un agudo ataque de fiebre cerebral.
»Supe por la policía que la señorita Mornison, que, como recordará, salió aquella noche con la señora Barclay, negaba tener la menor idea acerca de lo que había causado el malhumor de su compañera al volver.
»Una vez reunidos estos hechos, Watson, fumé varias pipas mientras meditaba sobre ellos, tratando de separar los que eran cruciales de otros que eran meramente incidentales. No cabía la menor duda de que el punto más distintivo y sugestivo en el caso era la desaparición de la llave de la puerta. Un registro a fondo no había permitido encontrarla en la habitación y, por consiguiente, hablan de habérsela llevado. Pero ni el coronel ni la esposa del coronel pudieron apoderarse de ella. Esto quedaba bien claro. Por consiguiente, tenía que haber entrado en la habitación una tercera persona. Y esta tercera persona sólo pudo haber entrado por la ventana. Me pareció que un examen cuidadoso de la habitación y del césped podían revelar alguna traza del misterioso individuo. Usted ya conoce mis métodos, Watson, y no hubo ni uno solo de ellos que yo dejara de aplicar en mi búsqueda. Y ésta concluyó al encontrar yo trazas, pero muy diferentes de las que había esperado. Había habido un hombre en la sala, y este hombre había cruzado el césped, procedente de la carretera. Me fue posible obtener cinco impresiones muy claras de las huellas de sus pies: una en la misma carretera, en el punto donde había escalado el muro bajo, dos en el césped y otras dos, muy débiles, en las tablas enceradas cercanas a la ventana por la que entró. Al parecer, había corrido por el césped, pues las huellas del dedo gordo eran mucho más profundas que las de los talones. Pero no fue el hombre el que me sorprendió, sino su acompañante.
–¿Su acompañante?
Holmes extrajo de su bolsillo una hoja grande de papel plegada y la desdobló cuidadosamente sobre su rodilla.
–¿Qué me dice de esto? –preguntó.
El papel estaba cubierto por dibujos de huellas de patas de un animal pequeño. Tenía cinco almohadillas bien marcadas y una indicación de uñas largas, y toda la huella mostraba más o menos el tamaño de una cucharilla de postre.
–Es un perro –dije.
–¿Ha oído hablar alguna vez de un perro que trepe por una cortina? Encontré señales bien claras de que esta criatura lo había hecho.
–¿Un mono, pues?
–Pero ésta no es la huella de un mono.
–~De qué puede ser, pues?
–Ni perro, ni gato, ni mono, ni criatura alguna con la que nosotros estemos familiarizados. He tratado de reconstruirla a partir de las mediciones. He aquí cuatro huellas en las que el animal ha estado inmóvil y de pie. Como puede ver, no hay menos de quince pulgadas entre la pata delantera y la trasera. Añada a esto la longitud del cuello y de la cabeza, y tendrá una bestezuela de no mucho menos de dos pies de longitud... probablemente más, si existe una cola. Pero observe ahora esta otra medición. El animal se ha estado moviendo y tenemos la longitud de su paso. En cada caso es tan sólo de unas tres pulgadas. Como ve, existe una indicación de un cuerpo largo con unas patas muy cortas unidas a él. No ha tenido la consideración de dejar una muestra de su pelo tras de sí, pero su forma general ha de ser la que he indicado, puede trepar por una cortina y es carnívoro.
–¿Cómo lo deduce?
–Porque trepó por la cortina. En la ventana colgaba una jaula con un canario; parece ser que su objetivo era apoderarse del pájaro.
–¿Qué era, entonces, este animal?
–Ah, si pudiera darle un nombre habría avanzado un buen trecho hacia la solución del caso. Bien mirado, se trata probablemente de alguna criatura de la tribu de las comadrejas o los armiños y, sin embargo, es más grande que todos los ejemplares de estas especies que yo haya visto jamás.
–Pero ¿qué tuvo que ver con el crimen?
–Esto también queda oscuro. Pero, como observará, sabemos que hubo un hombre en el camino, presenciando la disputa entre los Barclay, puesto que había luz en la habitación y las cortinas no estaban corridas. Sabemos también que corrió a través del césped, entró en la habitación acompañado por un animal extraño, y que, o bien golpeó al coronel, o éste se desplomó a causa del tremendo susto que le causó su visión y se partió la cabeza en la esquina del guardafuegos. Finalmente, tenemos el curioso hecho de que el intruso se llevó la llave al marcharse.
–Parece como si sus descubrimientos hubieran dejado el asunto más oscuro de lo que ya estaba -observe.
–Así es. Indudablemente, han demostrado que el caso es mucho más profundo de lo que se conjeturó al principio. Medité detenidamente la cuestión y llegué a la conclusión de que debo enfocar el caso desde otro aspecto. Pero de hecho, Watson, le estoy manteniendo levantado y puedo contarle perfectamente todo esto en nuestro viaje de mañana a Aldershot.
–Gracias, pero ha llegado demasiado lejos para detenerse ahora.
–Yo tenía la certeza de que, cuando la señora Barclay salió de su casa a las siete y media, estaba en buena relación con su marido. Como creo haber dicho ya, nunca mostraba de forma ostentosa su afecto, pero el cochero la oyó departir amistosamente con el coronel. Ahora bien, la misma certeza tuve de que, al regresar, se retiró inmediatamente a la habitación en que menos probabilidades tenía de ver a su esposo, y allí pidió té, como era propio de una mujer presa de agitación. Y finalmente, al presentarse él, prorrumpió en violentas recriminaciones.
»Por consiguiente, algo había ocurrido entre las siete y media y las nueve, algo que alteró por completo los sentimientos de ella respecto a él. Pero la señorita Mornison no se había separado de ella durante esta hora y media, y era absolutamente seguro por tanto, a pesar de su negativa, que algo tenía que saber ella respecto al asunto.
»Mi primera conjetura fue la posibilidad de que entre esta joven y el veterano militar existiera alguna relación que éste hubiera confesado ahora a su esposa. Esto explicaría la indignación de ésta a su regreso y también la negativa de la joven en lo tocante a que hubiera ocurrido algo. Tampoco era del todo incompatible con la mayoría de palabras que pudieron oírse.
Pero existía la referencia a un tal David y también el contrapeso del bien sabido afecto del coronel por su mujer, ello sin hablar de la trágica intrusión de este otro hombre que, desde luego, bien podía estar totalmente desvinculada de todo lo ocurrido antes. No resultaba nada fácil seguirlo todo paso a paso, pero en conjunto yo me sentía inclinado a descartar la idea de que hubiera habido algo entre el coronel y la señorita Mornison, pero cada vez estaba más convencido de que esta joven tenía la clave de lo que provocó el odio de la señora Barclay contra su marido. Por consiguiente, tomé la lógica medida de visitar a la señorita Mornison, explicarle que tenía la absoluta certeza de que ella retenía datos que obraban en su poder y asegurarle que su amiga la señora Barclay podía verse en el banquillo, con peligro de una sentencia capital, a no ser que se aclarase la cuestión.
»‘La señorita Mornison es una jovencita pequeña, con ojos tímidos y rubios cabellos, pero a la que no le faltan, ni mucho menos, astucia y sentido común. Después de hablar yo, reflexionó durante algún tiempo y acto seguido, volviéndose resueltamente hacia mí, comenzó una notable declaración, que procedo a condensarle.
»–Prometí a mi amiga no decir nada al respecto, y una promesa es una promesa –dijo–. Pero si de veras puedo ayudarla cuando se encuentra bajo una acusación tan grave, y cuando su boca, pobrecita, se ve cerrada por la enfermedad, creo que estoy liberada de mi promesa. Yo le diré exactamente lo que ocurrió el lunes por la tarde.
»Regresábamos a la misión de Watt Street a eso de las ocho y cuarto. En nuestro camino teníamos que pasar por Hudson Street, que es una calle muy tranquila. Sólo hay un farol en ella, en la acera izquierda, y al acercarnos a él, vi venir hacia nosotros un hombre con la espalda muy encorvada y con algo semejante a una caja colgada de un hombro. Parecía deforme, pues caminaba con la cabeza gacha y las rodillas dobladas. Al cruzarnos con él, levantó la cara para mirarnos bajo el círculo de luz que proyectaba el farol; al hacerlo se detuvo y gritó con una voz terrible: «¡Dios mío, pero si es Nancy!» La señora Barclay se volvió con una palidez total y se hubiera caído de no haberla sostenido aquel ser de tan horrendo aspecto. Me disponía a llamar a un guardia, cuando ella, con gran sorpresa por mi parte, dirigió educadamente la palabra al hombre.
»–Durante estos treinta años te he creído muerto, Henry –le dijo con voz temblorosa.
»–Y yo –contestó él.
»Fue terrible oír el tono con el que pronunció estas palabras. Tenía un rostro muy moreno y tremebundo, y un brillo en los ojos que todavía vuelvo a ver en sueños. Cabellos y patillas estaban entreverados de gris, y tenía toda la cara arrugada y llena de surcos, como una manzana marchita.
»–Sigue un rato tu camino, querida –me dijo la señora Barclay–. Quiero hablar un momento con este hombre. No hay nada que temer.
»Trataba de hablar con naturalidad, pero estaba todavía mortalmente pálida y el temblor de sus labios apenas le permitía articular las palabras.
»Hice lo que ella me pedía y los dos hablaron durante varios minutos. Después ella bajó por la calle con los ojos llameantes. Vi que el pobre inválido, de pie junto al farol, alzaba los puños cerrados en el aire, como si la rabia le hubiera enloquecido. Ella no dijo ni palabra hasta que llegamos a mi puerta, pero entonces me estrechó la mano y me rogó que no contara a nadie lo ocurrido.
»–Es un antiguo amigo mío que ha reaparecido -me dijo.
»Cuando le prometí que por mí no se sabría ni una palabra, me besó y ya no he vuelto a verla desde entonces. Le acabo de contar toda la verdad, y si me la callé ante la policía fue porque no comprendí entonces el peligro en que se encontraba mi querida amiga. Ahora sé que sólo puede redundar en su favor el que se sepa todo.
»Tal fue su declaración, Watson, y para mí, como podrá imaginar, fue como una luz en una noche oscura. Todo lo que antes habla estado desconectado empezó en seguida a asumir su verdadero lugar, y tuve una primera y vaga idea de toda la secuencia de acontecimientos. Mi próximo paso consistía, evidentemente, en hallar al hombre que había causado una impresión tan notable en la señora Barclay. Si todavía se encontraba en Aldershot, la cuestión no sería tan difícil. No hay un número muy elevado de civiles y un hombre deformado forzosamente había de llamar la atención. Pasé un día buscando y, al atardecer, aquel mismo atardecer, Watson, ya había dado con él.
»El hombre se llama Henry Wood y vive en una habitación de la misma calle en la que le encontraron las dos mujeres. Lleva sólo cinco días en la población. Simulando ser un agente del registro, tuve una interesante conversación con su patrona. El hombre ejerce el oficio de actor y prestidigitador. Una vez caida la noche, va de una cantina a otra y ofrece en ellas su pequeño espectáculo. Lleva consigo, en aquella caja, un animalillo que a la patrona parece causarle una considerable inquietud, ya que nunca ha visto un animal semejante. Él lo utiliza en algunos de sus trucos, según cuenta ella. Esto fue lo que pudo explicarme la mujer, así como también que era muy extraño que el hombre viviera teniendo en cuenta lo muy retorcido que estaba, que hablaba a veces en una lengua extraña y que en las dos últimas noches le había oído gemir y llorar en su habitación. Era buen pagador, pero en lo que le entregó le dio lo que parecía ser un florín falso. Me lo enseñó, Watson, y era una rupia india.
»Y ahora, mi querido amigo, ya ve usted exactamente dónde nos encontramos y por qué quiero tenerle a mi lado. Está perfectamente claro que, cuando las damas se alejaron de ese hombre, él las siguió a distancia, que presenció a través de la ventana la disputa entre marido y mujer, que irrumpió en la habitación y que el animalillo que llevaba en la caja quedó en libertad. Todo esto ofrece la mayor certeza. Pero él es la única persona de este mundo que puede decirnos exactamente lo que sucedió en aquella habitación.
–¿Y tiene la intención de preguntárselo a él?
–Desde luego... pero en presencia de un testigo.
–¿Y yo soy el testigo?
–Si tiene esa bondad. Si él puede explicar lo sucedido, pues muy bien. Y si se niega, no tendremos más alternativa que la de pedir un mandamiento.
–¿Y cómo sabe que él estará allí cuando nosotros lleguemos?
–Tenga la seguridad de que he tomado algunas precauciones. He puesto a vigilarle a uno de mis chicos de Baker Street, que se agarraría a él como una lapa fuera adonde fuera. Mañana lo encontraremos en Hudson Street, Watson, y entretanto yo sí que sería un criminal si le mantuviera alejado de la cama por más tiempo.
Era mediodía cuando nos encontramos en la escena de la tragedia y, bajo la orientación de mi compañero, nos dirigimos sin pérdida de tiempo a Hudson Street. A pesar de su capacidad para contener sus emociones, pude ver fácilmente que Holmes se encontraba en un estado de excitación contenida, mientras a mi me cosquilleaba aquella sensación placentera, mitad deportiva mitad intelectual, que experimentaba invariablemente cuando me unía a él en sus investigaciones.
–Esta es la calle –dijo al enfilar un corto pasaje flanqueado por sencillas casas de dos plantas y obra vista–. Ah, ahí está Simpson, que viene a dar el parte.
–Está en casa, señor Holmes –exclamó un rapaz con aspecto de pillete, corriendo hacia nosotros.
–¡Muy bien, Simpson! –aprobó Holmes, dándole una palmadita en la cabeza–. Adelante, Watson, ésta es la casa.
Hizo pasar su tarjeta, junto con el mensaje de que habíamos acudido por un asunto importante. Unos momentos después nos encontramos cara a cara con el hombre que deseábamos ver. A pesar del tiempo caluroso, estaba agazapado frente a un fuego; la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado, todo él retorcido y acurrucado en una silla, de un modo que proporcionaba una indescriptible impresión de deformidad, pero el rostro que volvio hacia nosotros, aunque arrugado y atezado, debió de haber sido en otro tiempo notable por su belleza. Nos miró suspicazmente con ojos de un amarillo bilioso y, sin hablar, ni levantarse, nos indicó un par de sillas.
–¿El señor Henry Wood, últimamente residente en la India, verdad? – preguntó Holmes afablemente-. He venido por ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay.
–¿Y qué puedo saber yo al respecto?
–Esto es lo que he venido a averiguar. ¿Supongo que sabe usted que, si no se aclara el caso, la señora Barclay, que es una antigua amiga suya, será juzgada, según todas las probabilidades, por asesinato?
El hombre experimentó un violento sobresalto.
–Yo no sé quién es usted –exclamó–, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero juraría que es verdad lo que me está diciendo?
–Sólo esperan que ella recupere el sentido para proceder a su arresto.
–¡Dios mío! ¿Y ustedes también son de la policía?
-No.
–¿Cuál es, pues, su misión?
–Es misión de todo hombre procurar que se haga justicia.
–Puede aceptar mi palabra de que ella es inocente.
–~Entonces usted es culpable?
–No, no lo soy.
–¿Quién mató, pues, al coronel James Barclay?
–Fue la Providencia justiciera quien le mató. Pero le aseguro que, si yo le hubiera hecho saltar la tapa de los sesos, como ansiaba hacer, no habría recibido de mis manos más que lo debido. Si su conciencia culpable no lo hubiera fulminado, es más que probable que yo me hubiera manchado con su sangre. Usted desea que yo cuente lo ocurrido. Pues bien, no veo por que no debiera hacerlo, pues nada hay en ello que deba avergonzarme.
»Las cosas ocurrieron así, señor. Usted me ve ahora con mi espalda como la de un camello y mis costillas deformadas, pero hubo un tiempo en que el cabo Henry Wood era el hombre más apuesto del 117 de Infantería. Nos encontrábamos entonces en la India,acantonados en un lugar al que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía, y la beldad del regimiento, y además la mejor chica que haya existido jamás, era Nancy Devoy, hija del sargento abanderado. Había dos hombres que la amaban y uno al que amaba ella. Ustedes sonreirán al mirar a este pobre ser acurrucado ante el fuego y oírme decir que me amaba por lo bien plantado que era yo.
»Pero aunque yo fuese dueño de su corazón, su padre estaba empeñado en que se casara con Barclay. Yo era un muchacho algo atolondrado y tarambana, y él había recibido una educación y ya estaba destinado a llevar un día espada. Pero la chica se mantuvo fiel a mí y parecía como si yo fuera a conseguirla, cuando se produjo la rebelión de los cipayos y se desencadenó el infierno en todo el país.
»Nuestro regimiento quedó bloqueado en Bhurtee con media batería de artillería, una compañía de sikhs y numerosos civiles, entre ellos mujeres. Nos rodeaban diez mil rebeldes, mostrándose tan ávidos como una jauría de terriers alrededor de una jaula de ratas. Hacia la segunda semana del asedio, se nos terminó el agua y surgió la cuestión de si podíamos establecer comunicación con la columna del general Neill, que estaba avanzando por la región. Era nuestra única posibilidad, ya que no podíamos esperar abrirnos paso peleando, con todas aquellas mujeres y niños, por lo que me ofrecí voluntario para ir al encuentro del general Neill y explicarle el peligro que corríamos. Mi ofrecimiento fue aceptado y hablé de él con el sargento Barclay, del que se decía que conocía el terreno mejor que nadie, y trazó una ruta que me permitiría atravesar las lineas rebeldes. A las diez de aquella misma noche, comencé mi expedición. Había un millar de vidas que salvar, pero sólo en una pensaba yo cuando por la noche salté desde el parapeto.
»Mi camino discurría a lo largo de un terreno seco que, según esperábamos, había de ocultarme ante los centinelas enemigos, pero al doblar un ángulo del mismo me encontré frente a seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad. En un instante, un golpe me atontó y fui atado de pies y manos. Pero el verdadero golpe lo recibí en el corazón y no en la cabeza, pues cuando volví en mí y escuché lo que pude entender de su conversación, oí lo suficiente para enterarme de que mi camarada, el mismo hombre que había trazado el camino que yo había de seguir, me había traicionado y, por medio de un sirviente nativo, me había entregado al enemigo.
»Bien, no es necesario que divague sobre esta parte de la historia. Ya sabe ahora de que era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberada por Neill el día siguiente, pero los rebeldes se me llevaron con ellos en su retirada. Pasaron largos años antes de que yo volviera a ver un rostro blanco. Fui torturado y traté de huir, pero fui capturado y torturado de nuevo. Pueden ustedes ver en qué estado quedé. Algunos de los rebeldes, que huyeron a Nepal, se me llevaron consigo, y después me encontré más allá de Darjeeling. Los montañeses de esta región mataron a los rebeldes que me mantenían prisionero y, por un tiempo, me convertí en su esclavo hasta que me escapé, pero en vez de ir hacia el sur tuve que ir al norte, hasta encontrarme con los afganos. Allí vagabundeé varios años, y al final regresé al Punjab, donde vivi casi siempre entre nativos y me gané la vida con los trucos de prestidigitación que había aprendido. ¿De qué iba a servirme a mí, un pobre inválido, volver a Inglaterra, o darme a conocer entre mis antiguos camaradas de armas? Ni siquiera mi deseo de venganza podía impulsarme a hacerlo. Prefería que Nancy y mis compañeros pensaran que Henry Wood había muerto con la espalda enhiesta, en vez de que me vieran vivo y moviéndome con ayuda de un baston, como un chimpancé. Ellos no dudaban de que yo había muerto, y me cuidé de que nunca supieran otra cosa. Oí que Barclay se había casado con Nancy y que ascendía rápidamente en el regimiento, pero ni siquiera esto me movió a hablar.
»Pero cuando uno envejece, le asalta la nostalgia de su patria. Durante años yo había soñado con los verdes y espléndidos prados y setos de Inglaterra. Finalmente, decidí verlos antes de morir; ahorré lo suficiente para el viaje y me vine entonces aquí, un lugar de soldados, pues yo conozco sus aficiones y sé cómo divertirlos con ello gano lo bastante para sustentarme.
–Su narración no puede ser más interesante –dijo Holmes–. Ya he oído hablar de su encuentro con la señora Barclay y su mutua identificación. Según tengo entendido, entonces usted la siguió hasta su casa y vio a través de la ventana un altercado entre ella y su esposo, durante el cual ella le echó en cara su conducta con usted. Sus sentimientos le dominaron, atravesó corriendo el césped e irrumpió allí donde estaban los dos.
–Así fue, señor. Y al verme a mí, él asumió una expresión como nunca se la he visto a ningún hombre y se cayó, dándose un golpe en la cabeza contra el guardafuegos. Pero ya estaba muerto antes de caerse. Leí la muerte en su cara tan claramente como ahora puedo leer ese texto a la luz del fuego. La mera visión de mi persona fue como una bala que atravesara su corazón culpable.
–¿Y entonces?
–Nancy se desmayó y yo le arranqué de la mano la llave de la puerta, con la intención de abrirla y pedir auxilio. Pero mientras lo hacia, me pareció mejor dejarlo y huir, ya que las cosas podían ponerse negras para mí. Por otra parte, si me detenían mi secreto quedaría al descubierto. En mis prisas, metí la llave en mi bolsillo y dejé caer mi bastón mientras daba caza a Teddy, que se había subido a la cortina. Una vez lo tuve en su caja, de la que había escapado, me alejé de allí con toda la rapidez posible.
–¿Quién es Teddy?
El hombre se inclinó y alzó la parte frontal de una especie de conejera que había en un rincón. Al ins-tante salió de ella un bellísimo animal de color castaño rojizo, esbelto y sinuoso, con patas de armiño, un hocico largo y delgado, y el par de ojos más hermosos que nunca hubiera visto yo en la cabeza de un animal.
–¿Es una mangosta! –grité.
–Algunos lo llaman así y otros lo llaman icneumón
–dijo el hombre–. Cazador de serpientes es el nombre que le doy yo, y es sorprendentemente rápido con las cobras. Aquí tengo una sin colmillos, y Teddy la captura cada noche para divertir a los clientes de la cantina. ¿Alguna cosa más, caballero?
–Tal vez tengamos que verle de nuevo si la señora Barclay llegara a encontrarse en un grave aprieto.
–En este caso, desde luego, yo me presentaría.
–Pero si no es así, no hay necesidad de suscitar este escándalo contra un hombre que ya está muerto, por vergonzoso que haya sido su comportamiento. Tiene usted, al menos, la satisfacción de saber que, durante treinta años de su vida, su conciencia siempre le reprochó su malvada conducta severamente. Ah, allí va el mayor Murphy, por el otro lado de la calle. Adiós, Wood. Quiero saber si ha ocurrido algo nuevo desde ayer.
Tuvimos tiempo para alcanzar al mayor antes de que llegase a la esquina.
–Ah, Holmes –dijo–, supongo que se habrá enterado de que todo este jaleo ha terminado en nada.
-¿Qué ha sido, pues?
–Acaba de terminar la diligencia judicial. Las pruebas médicas han demostrado concluyentemente que la muerte fue debida a una apoplejía. Ya ve que, después de todo, fue un caso bien sencillo.
–Ya lo creo, notablemente superficial –repuso Holmes, sonriendo–. Vamos, Watson, no creo que en Aldershot se nos necesite ya.
–Hay una cosa –dije mientras nos encaminábamos a la estación–. Si el marido se llamaba James y el otro Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David?
–Esta sola palabra, mi estimado Watson, hubiera tenido que contarme toda la historia de haber sido yo el razonador ideal que a usted tanto le agrada describir. Era, evidentemente, un término usado como reproche.
–~Como reproche?
–Sí. Ya sabe usted que, de vez en cuando, David se extralimitaba un poco; en una ocasión lo hizo en el mismo sentido que el sargento Barclay. Usted recordará el asuntillo de Urías y Betsabé. Mucho me temo que mis conocimientos bíblicos estén un poco oxidados, pero encontrará esta historia en el primer o segundo libro de Samuel.
–Nancy se desmayó y yo le arranqué de la mano la llave de la puerta, con la intención de abrirla y pedir auxilio. Pero mientras lo hacia, me pareció mejor dejarlo y huir, ya que las cosas podían ponerse negras para mí. Por otra parte, si me detenían mi secreto quedaría al descubierto. En mis prisas, metí la llave en mi bolsillo y dejé caer mi bastón mientras daba caza a Teddy, que se había subido a la cortina. Una vez lo tuve en su caja, de la que había escapado, me alejé de allí con toda la rapidez posible.
–¿Quién es Teddy?
El hombre se inclinó y alzó la parte frontal de una especie de conejera que había en un rincón. Al ins-tante salió de ella un bellísimo animal de color castaño rojizo, esbelto y sinuoso, con patas de armiño, un hocico largo y delgado, y el par de ojos más hermosos que nunca hubiera visto yo en la cabeza de un animal.
–¿Es una mangosta! –grité.
–Algunos lo llaman así y otros lo llaman icneumón
–dijo el hombre–. Cazador de serpientes es el nombre que le doy yo, y es sorprendentemente rápido con las cobras. Aquí tengo una sin colmillos, y Teddy la captura cada noche para divertir a los clientes de la cantina. ¿Alguna cosa más, caballero?
–Tal vez tengamos que verle de nuevo si la señora Barclay llegara a encontrarse en un grave aprieto.
–En este caso, desde luego, yo me presentaría.
–Pero si no es así, no hay necesidad de suscitar este escándalo contra un hombre que ya está muerto, por vergonzoso que haya sido su comportamiento. Tiene usted, al menos, la satisfacción de saber que, durante treinta años de su vida, su conciencia siempre le reprochó su malvada conducta severamente. Ah, allí va el mayor Murphy, por el otro lado de la calle. Adiós, Wood. Quiero saber si ha ocurrido algo nuevo desde ayer.
Tuvimos tiempo para alcanzar al mayor antes de que llegase a la esquina.
–Ah, Holmes –dijo–, supongo que se habrá enterado de que todo este jaleo ha terminado en nada.
-¿Qué ha sido, pues?
–Acaba de terminar la diligencia judicial. Las pruebas médicas han demostrado concluyentemente que la muerte fue debida a una apoplejía. Ya ve que, después de todo, fue un caso bien sencillo.
–Ya lo creo, notablemente superficial –repuso Holmes, sonriendo–. Vamos, Watson, no creo que en Aldershot se nos necesite ya.
–Hay una cosa –dije mientras nos encaminábamos a la estación–. Si el marido se llamaba James y el otro Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David?
–Esta sola palabra, mi estimado Watson, hubiera tenido que contarme toda la historia de haber sido yo el razonador ideal que a usted tanto le agrada describir. Era, evidentemente, un término usado como reproche.
–~Como reproche?
–Sí. Ya sabe usted que, de vez en cuando, David se extralimitaba un poco; en una ocasión lo hizo en el mismo sentido que el sargento Barclay. Usted recordará el asuntillo de Urías y Betsabé. Mucho me temo que mis conocimientos bíblicos estén un poco oxidados, pero encontrará esta historia en el primer o segundo libro de Samuel.
Arthur Conan Doyle
El perro de
los Baskerville - (Jeremy Brett) – Fragmento
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