EL DIARIO DE ANA: La mujer del té, por Ana L.C.
Fue una tarde de este verano pasado. Tarde agobiante
de agosto en un pueblo del interior de Castellón, cuando celebraban sus fiestas
patronales y, como todos los años, instalaron una feria medieval donde, lo más
interesante, hay que reconocerlo, era la exposición de aves rapaces que
indiferentes se dejaban observar por los niños atónitos, las madres recelosas y
los padres enteradillos… Allí estábamos nosotros, haciendo juego con los búhos
reales y afeando al águila imperial que nos vigilaba como si fuéramos simples
ratones: mi compañero con su vieja guitarra, sus eternas canciones y rastas
petrificadas; mi amiga del alma con su cuerpo deseado por muchos y envidiado
por todas, apenas disimulado bajo unos pañuelos multicolores de seda, moviéndolo
insinuante al ritmo de una pandereta, que nadie escuchaba…, y yo, con mis cuentos de siempre e intentando
ser original, pero esta vez bastante desmotivada, con el pensamiento muy lejos
de allí y con las ganas en el bolso que, por cierto, me había olvidado en casa,
junto con teléfono y mi agenda electrónica… ¿quién puede sobrevivir en estos
días sin ambas cosas?...
Delante de mi se fueron agrupando una pequeña multitud
de niños esperando la magia de alguna historia que les transportara muy lejos
de sus realidades cotidianas, pero se me había embotado la imaginación. Sus
caritas de infantes occidentales que, a pesar de las crisis con las que se
enriquecen unos cuantos especuladores, se veían rollizas y sonrosadas, me
miraban impacientes mientras yo me angustiaba ante mi incapacidad repentina.
Pero de pronto, un fuerte viento se levantó empujando
cabelleras e hinchando las lonas de los tenderetes como velas de una carabela
y, arremolinándose como las hojas de otoño, aparecieron una cierta cantidad de
folios blancos arrancados de algún puesto de venta. Los niños, que poco
necesitan para satisfacer su deseo de diversión, corrieron tras de ellos
cazándolos como mariposas juguetonas entre las flores de un prado imaginario.
Mi compañero, siempre tan oportuno él, se lanzó con su
guitarra a interpretar su versión particular, por no decir otra cosa, de la
canción “Hojas de otoño” y fue como una llamada de un campanario a la misa de
once, porque todos volvieron a ocupar sus asientos y a mirarme con sus ojitos
de expectación.
Tragué saliva y, cuando ya estaba dispuesta a
improvisar cualquier cosa, se escuchó la voz cristalina de acento extranjero de
la vieja mora que vendía te en el puesto vecino: “¿Me permites contar una historia?”. La miré agradecida y le di mi
permiso con un gesto de cabeza. Ella se acercó al centro del círculo y comenzó
así:
Cuenta que hace ya
bastantes años, allá en Damasco, la bella capital de los Omeyas, cuando el
Islam formaba un gran imperio, vivía un hombre anciano muy humilde y trabajador
llamado Abdel Karîm, que significa “sirviente del Generoso”, junto con su amada
esposa Hasna Haala, cuya traducción al castellano es de “Bella Aurora”. Ambos,
aunque eran pobres y solitarios, pues no habían engendrado ningún hijo, tenían
la bendición divina del amor y la fe, por lo que eran felices y siempre se les
veía sonrientes.
Se rumorea que un día de
principios de verano, haciendo limpieza en el desván de la casa, Abdel Karîm
encontró un viejo libro de cuentos con unas hermosas tapas fabricadas de la
corteza de algún árbol desconocido del que nunca se supo la procedencia. El
anciano dejó todas las tareas que estaba realizando y se sentó con el libro
bajo la sombra de un olivo centenario. Allí estuvo horas y horas, incluso días
y días, hasta que la esposa, preocupada, se acercó con alguno de sus vecinos
para convencerle de que volviera a casa.
Abdel estaba transformado
y, al principio los miró como si no los conociera, pero luego le dijo:
عزيزتي ، كان لي الوحي. في السنوات الاخيرة من حياتي
وأريد أن تمر عبر العالم ، وسرد قصص الجميلة التي تسكن هذا الكتاب.
Es decir: “Querida, he
tenido una revelación. Los últimos años de mi vida quiero pasarlos recorriendo
el mundo y narrando las bellas historias que habitan en este libro.” Todos se
extrañaron y pensaron que se había vuelto loco o que la vejez estaba comenzando
a afectarle, pero la esposa no dijo nada y preparó un hatillo con lo más
imprescindible para tan largo viaje.
Y así comenzaron su periplo
por pueblos y ciudades, por palacios y castillos, por mercados, plazas,
mezquitas, escuelas… por caminos, sendas o ríos, por montañas o llanuras, por
bosques o desiertos… Y en todos los lugares Abdel Karím abría el grueso libro
al azar y narraba historias maravillosas que dejaban a todos con la boca
abierta por la sorpresa de tanta belleza y deseando que el anciano contador de
cuentos no cesase de hablar y hablar. La gente le pedía historias sobre
cualquier cosa, por ejemplo, un cuento sobre un elefante, y Abdel buscaba en su
libro y sonreía diciendo:
ومن هنا!
“Aquí está.” Y comenzaba la
fábula sobre algún paquidermo de orejas grandes y trompa poderosa. Daba igual
lo que le pidiesen, para todo había un cuento dentro de aquel fantástico libro
que Abdel Karim guardaba envuelto en lienzos de seda como si se tratase de las
más frágiles y valiosas de las joyas.
Pero llegó el otoño y él
dijo a la esposa:
العسل ، وتأتي في الخريف ، لا ينبغي أن يترك هبوط موسم
والكتاب يمكن فتحه. علينا العودة إلى ديارهم حتى الربيع.
Os lo traduzco: “Cariño,
llega el otoño, la época de la caída de las hojas y el libro no debe abrirse.
Volvemos a casa hasta la primavera.” Todos intentaron hacerle cambiar de
opinión, pues todo el mundo quería escuchar sus historias y tenía ofertas de
lugares tan remotos como La Meca, Bagdad, Teherán, Marrakech o Córdoba, las
mejores ciudades del Imperio donde su fama y la de su libro de historias infinitas
había llegado. Pero no hubo forma humana de conseguirlo, él siempre respondía:
ينبغي أن بقية الكتاب حتى الربيع ، ليست جيدة بالنسبة له
أن تكون مفتوحة أو في الخريف أو الشتاء.
“El libro debe descansar
hasta la primavera, no es bueno para él ser abierto ni en otoño ni en
invierno.”
Cuando llegó la primavera,
Abdel Karîm y su esposa Hasna Haala volvieron a recorrer los caminos. Los
hombres más nobles y poderosos de todos los reinos, tanto musulmanes como
cristianos, se disputaban su compañía, e incluso el gran Califa de Damasco y el
gran Kan del Imperio Mongol, lo llamaron a sus palacios, y las ofertas de
compra sobre su libro le llegaron de todas las partes de la tierra,
ofreciéndole verdaderas fortunas, pero él nunca lo quiso vender.
Así pasaron los años y
Abdel y Hasna se fueron, haciendo más y más viejos, hasta que un día del mes de
octubre, llegó la muerte a su casa e invitó al anciano a seguirle para
continuar contando sus historias en el más allá… Abdel Karim no pudo
negarse. Cuando el Califa se enteró del
suceso, envió a uno de sus más apreciados emires para conseguir el libro y
guardarlo entre los tesoros del palacio. El emir, que según cuentan las
crónicas era el conocido Hakim Farûq, que traducido quiere decir “El sabio que
distingue la verdad”, sintió una gran emoción al tener el grueso tomo de tapas
de corteza de un árbol desconocido, pero cuando lo abrió, su sorpresa fue
mayúscula…: todas las hojas del libro, amarillentas y como marchitas, estaban
totalmente en blanco, no había nada escrito en ellas…
Cuando le preguntaron,
Hasna respondió con toda tranquilidad:
من يهتم... زوجي لم يتعلم القراءة..
Es decir: “Qué más da... mi
esposo nunca aprendió a leer…”
Y en aquel momento, un
fuerte viento entró por la ventana y todas las hojas, una a una, fueron
arrancadas del lomo del libro y volaron arrastradas hacia el cielo infinito
esparciendo por el mundo las bellas historias de Abdel Karim.
Acabado el relato, los niños prorrumpieron en aplausos
y yo me sentí pequeña, diminuta y torpe… La anciana magrebí nos invitó a un té
a mis amigos y a mí… un té que yo sería incapaz de cocer con tanta perfección…
Y me hago llamar Cuentacuentos…
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