ÉRASE UNA VEZ: Teoría del cuento I - Lluvia, lluvia, vete lejos, de Isaac Asimov, por Melquíades Walker
Escribir un cuento consiste en decir mucho con muy pocas
palabras, no significa esto que el cuento sea breve porque su acción también lo
es, sino que el buen cuentista debe saber contar algo extenso en un espacio
reducido. Sin embargo hay que cuidarse de no omitir cosas importantes por el
hecho de abreviar, pues en un buen cuento no se puede escatimar la información,
sólo debemos omitir lo innecesario, aquello que es prescindible para mantener
la tensión.
Al mismo tiempo, como decía Augusto Monterroso, “todo buen
cuento tiene un cierto aire de chisme”, porque en él es muy importante las
reacciones del lector, ya que un cuento no empieza y acaba en sí mismo, sino
que se extiende en los lectores que interactúan con él.
El cuento no es un invento moderno, todo lo contrario, él
ha sido tradicionalmente un recurso muy empleado por los pueblos primitivos
para difundir sus pensamientos, creencias, tradiciones… Se podría afirmar que
existe desde que el ser humano aprendió a hablar y tuvo necesidad de
comunicarse oralmente con sus semejantes. Así, podemos encontrar documentos
históricos que datan de fechas tan lejanas como 4000 años antes de Cristo y no
hay pueblo de cuya cultura tengamos testimonios escritos, que no nos hayan
legado algún ejemplar, por ejemplo los antiguos egipcios, o los hindúes,
hebreos, griegos, romanos o árabes, de todos hay algún cuento que haya llegado
hasta nuestros días.
Lógicamente, los contenidos y las formas han variado a lo
largo de los tiempos, sin embargo la estructura primaria persiste: debe haber
un principio, el cual se continuará en un nudo o trama, que concluirá con un
desenlace o fin. De la misma forma, desde siempre este género tiene unas
características fijas: debe ser breve, contar una única historia y ser
dinámico.
De todo esto podemos deducir que en un cuento no tienen
cabida ni las digresiones ni las descripciones, a no ser que tengan una
relación muy directa con la trama o sea importante para el personaje, de lo
contrario, lo mejor es dejarlas de lado, pues el buen escritor de cuentos no
debe nunca desviarse del eje central, porque, de hacerlo, la narración perdería
interés.
En el principio se suele dar la información precisa para
conocer todo aquello necesario para la perfecta comprensión de lo que sigue,
por ejemplo, ¿quién es el protagonista?, ¿dónde ocurre la historia?, ¿cuándo
ocurre?, ¿qué ocurre? y ¿por qué ocurre? Como podemos comprobar, se
corresponden con las cinco interrogaciones típicas: ¿QUIÉN?, ¿DÓNDE?, ¿CUÁNDO?,
¿QUÉ? y ¿POR QUÉ? Que se relacionan directamente con el sujeto, el espacio, el
tiempo, el objeto y la duda.
Una vez metidos en materia, llega el desarrollo y ahí
tenemos diversas posibilidades, pues pueden aparecer obstáculos que dificulten
la acción, o algo que dilate el tiempo y la retrase, por supuesto habrá algún
peligro que amenace al protagonista, o verdaderas luchas internas o externas
contra los elementos o los enemigos, también puede utilizarse algún tiempo
muerto que detenga por un momento el desarrollo, o una interrupción sorpresiva
por la aparición de algo inesperado, quizá alguna digresión, aunque, como ya he
dicho anteriormente, este recurso no es muy común en los cuentos, pero sí un
momento de indecisión del personaje y sus dudas, lo que nos puede llevar a un
monólogo que exprese lo que siente en ese momento… Es decir, tenemos un amplio
abanico de posibilidades y recursos con los que desarrollar una acción de los
acontecimientos planteados en el cuento y del autor depende el buen juicio en
elegir uno u otro para el mejor logro del mismo.
Por último, tenemos diferentes finales que le darán al
cuento una personalidad propia y característica. Lo normal es que todo acabe
solucionado y resuelto, este es el final terminante. Pero hay autores que dejan
el problema sin resolver jugando con el lector y esperando que éste se sienta
incómodo y cree su propio final, estos son los problemáticos. Hay autores que
van más allá y se recrean aún más con los posibles lectores llegando a
plantearles dos o incluso varias posibles soluciones… estos finales son
llamados dilemáticos. Los hay que dejan puertas abiertas para una posible
continuación, los promisorios. También aquellos donde el protagonista cambia su
actitud inicial y toma una determinación totalmente diferente a la que tenía
inicialmente, los invertidos. Y los sorpresivos, tal vez los más divertidos y
originales, donde el autor engaña al lector y soluciona el final de una manera
totalmente inesperada y que nadie podía imaginar.
Pues esto todo por hoy, amigos. A continuación os propongo
que descubráis todo lo que hemos comentado en un cuento del gran creador de
ciencia ficción Isaac Asimov titulado “Lluvia, lluvia, vete lejos”, el cual
está incluido en su colección de cuentos “Compre Júpiter.” Disfrutad de él,
vale la pena.
LLUVIA, LLUVIA, VETE LEJOS – De Isaac Asimov.
— Ahí está otra vez - decía Lillian Wright, colocando las celosías
de la manera más conveniente para mirar-. Ahí está, George.
— ¿Quién está ahí? - preguntó el marido, intentando conseguir el
contraste adecuado en el televisor, para poder contemplar a gusto el partido de
béisbol.
— La señora Sakkaro - respondió la mujer, y luego, para evitar lo
inevitable: «¿Quién es la señora Sakkaro?», añadió precipitadamente -: Son los
nuevos vecinos, ¡por amor de Dios!
— ¡Ah!
— Tomando un baño de sol. Siempre tomando baños de sol. Me
pregunto dónde estará su chico. Suele estar fuera de casa, en un día bueno como
éste, allí en aquel patio tan grande que tienen, tirando la pelota contra las
paredes de la casa. ¿No le has visto nunca, George?
— Le he oído. Es una variante del tormento chino del agua. ¡Bang!
contra la pared, ¡biff! en el suelo, ¡plaff! en la mano. Bang, biff, plaff,
bang, bilf, plaff...
— Es un muchacho agradable, tranquilo y bien educado. Ojalá Tommie
trabara amistad con él. Además, tiene la edad conveniente; unos diez años,
diría yo.
— No sabía que Tommie tuviera dificultad en ganarse amigos.
— Pues con los Sakkaro es difícil hacer amistad. ¡Viven tan
retraídos! Ni siquiera sé a qué se dedica el señor Sakkaro.
— ¿Para qué has de saberlo? A nadie le importa un pepino lo que
haga ese hombre.
— Es raro que nunca le vea salir a trabajar.
— A mí nadie me ve salir yendo al trabajo.
— Tú te quedas en casa y escribes. ¿Y él? ¿Qué hace?
— Me atrevería a decir que la señora Sakkaro sabe qué hace el
señor Sakkaro, y que está muy consternada porque no sabe qué hago yo.
— ¡Oh, George! - Lillian se apartó de la ventana y dirigió una
mirada de disgusto a la televisión (Schoendienst estaba en el puesto de
bateador). Creo que deberíamos hacer un esfuerzo; sí, los vecinos deberíamos
hacerlo.
— ¿Qué clase de esfuerzo? - Ahora George estaba cómodamente
sentado en el canapé, con una «Coca-Cola» de las grandes en la mano, recién
abierta y con el líquido casi convertido en escarcha.
— El de conocerlos bien.
— Oye, ¿no la conociste cuando se trasladaron aquí? Me dijiste que
fuiste a visitarla.
— Sí, le dije: «Hola»; pero ella se metió dentro, y como todavía
tenían la casa en desorden, no podía pasar de eso, de decirle «Hola». Pero hace
ya más de dos meses que están, y todavía no hemos pasado de un «hola» de vez en
cuando... ¡Es tan rara!
— ¿De veras?
— Siempre está mirando al cielo. La he visto en esa actitud un
centenar de veces, y basta que haya la menor nube en el firmamento para que no
salga. Un día que el chico estaba fuera, jugando, le gritó que entrase,
diciendo que iba a llover. Yo la oí y pensé: «¡Santo Dios! ¿Quién lo diría? Y
yo que tengo la ropa tendida...» De modo que salí corriendo y, ¿sabes?, hacía
un sol deslumbrante. Ah, sí, había unas nubecillas; pero nada, en realidad.
— ¿Llovió más tarde?
— Claro que no. Había salido corriendo al patio por nada.
George se había perdido entre dos blancos en la base y un fallo de
los más enojosos, que provocaría una carrera. Calmados los ánimos y habiendo
recobrado la compostura el lanzador de la pelota, George le gritó a Lillian,
que estaba desapareciendo dentro de la cocina:
— Bueno, como son de Arizona, me atrevería a decir que no
distinguen las nubes que traen lluvia de las que no.
Lillian regresó a la sala con un repicar de tacones altos.
— ¿De dónde?
— De Arizona, dice Tommie.
— ¿Y cómo lo sabe Tommie?
— Habló con aquel muchacho, entre manotazo y manotazo a la pelota,
me figuro, y el chico le dijo que habían venido de Arizona; pero en aquel
momento lo llamaron para que entrase en casa. Al menos Tommie dice que era
Arizona... o quizá Alabáma, o algo que suena por el estilo. Ya conoces a Tommie
y su falta absoluta de memoria. Pero si están tan preocupados por el tiempo, me
figuro que procederán de Arizona y no saben gozar de un buen clima lluvioso
como el nuestro.
— ¿Cómo no me lo dijiste?
— Porque Tommie me lo ha dicho esta mañana, precisamente, y porque
he pensado que te lo habría contado también a ti, y a decir verdad, porque
pensaba que serías capaz de llevar una existencia normal incluso en el caso de
que no te enterases nunca, Puaf...
La pelota había salido volando hacia la parte indicada del campo
para que el lanzador pudiera dar por terminada su actuación.
Lillian regresó junto a sus celosías y dijo:
— Sencillamente, he de intentar conocerla. Parece muy simpática...
¡Oh, mira eso, George!
George no miraba otra cosa que el televisor.
— Sé que está absorta mirando aquella nube - añadió Lillian -. Y
ahora se meterá dentro de casa. Seguro.
Dos días después, George fue a la biblioteca en busca de datos, y
volvió a casa con un cargamento de libros. Lillian le saludó radiante de
satisfacción.
— Bueno. Mañana no harás nada - exclamó.
— Eso parece una aseveración, no una pregunta.
— Es una aseveración. Saldremos con los Sakkaro; Iremos al parque
Murphy.
— Con...
— Con nuestros vecinos, George. ¿Cómo es posible que no recuerdes
nunca su nombre?
— Soy un superdotado. ¿Y cómo ha sido?
— Simplemente, esta mañana he ido a su casa y he tocado el timbre.
— ¿Tan fácilmente?
— No ha sido fácil. Ha sido duro. Allí me tenias, temblando de
puro nerviosismo, con el dedo apoyado en el timbre; hasta que se me ha ocurrido
pensar que era más cómodo tocar el timbre que esperar a que abriesen la puerta
y me sorprendieran plantada allí, como una tonta.
— ¿Y no te ha echado a puntapiés?
— No. Ha sido muy afectuosa. Me ha invitado a entrar, me ha
reconocido en seguida y me ha dicho que estaba muy contenta de que hubiera ido
a visitarla. Ya sabes.
— Y tú le has propuesto que fuésemos al parque Murphy.
— Sí. He pensado que si proponía algo que pudiera significar una
diversión para los niños, le seria más fácil aceptar. No querría perder una
buena oportunidad para su chico.
— Psicología maternal.
— Pero deberías ver su casa.
— ¡Ah! La visita tenía un objetivo. Ahí está. Querías realizar una
exploración completa. Pero, por favor, ahórrame los pequeños detalles. No me
interesan los cubrecamas, y puedo pasarme lo mismo sin saber las dimensiones de
los armarios.
El secreto de la felicidad de aquel matrimonio estaba en que
Lillian no le hacía el menor caso a George. En consecuencia, se metió en
pequeños detalles, describió meticulosamente los cubrecamas, y le dio noticia
detalladísima de las dimensiones de los armarios.
— ¡Y limpio...! No había visto jamás una vivienda tan inmaculada.
— Entonces, si tienes mucho trato con ella, te marcará unas normas
imposibles y, en defensa propia, tendrás que renunciar a su amistad.
— Tiene una cocina - continuó Lillian, ignorándole por completo -
tan relucientemente limpia que no parece posible que la utilice nunca. La he
pedido un vaso de agua, y lo ha sostenido bajo el grifo con tal perfección que
no se ha derramado ni una gota sobre el fregadero. Y no era afectación. Lo ha
hecho con tal naturalidad que he comprendido que siempre lo hace así. Y cuando
me ha dado el vaso, lo sostenía envuelto en una servilleta limpia. Con la
asepsia de una clínica.
— Debe de ser un tormento para sí misma. ¿Aceptó sin titubeos y al
instante la invitación de salir con nosotros?
— Pues... al instante no. Ha preguntado a su marido qué previsión
había para el tiempo, y él le ha contestado que todos los periódicos decían que
mañana haría buen tiempo, pero que aguardaba el último parte de la radio.
— Todos los periódicos lo decían, ¿eh?
— Naturalmente, todos publican el parte meteorológico oficial; de
modo que todos coinciden. Pero creo que están suscritos a todos los periódicos.
Al menos me he fijado en el paquete que deja el muchacho...
— No se te pasan muchos detalles por alto, ¿verdad?
— De todos modos - replicó Lillian con aire severo -, ha
telefoneado a la Oficina Meteorológíca y les ha pedido el último parte y se lo
ha comunicado, a gritos, a su marido, y ambos han dicho que nos acompañarían,
aunque advirtiendo que si se produjeran cambios inesperados en el tiempo, nos
telefonearían.
— Muy bien. Entonces, iremos.
Los Sakkaro eran jóvenes y agradables, morenos y guapos. Mientras
bajaban por el largo paseo desde su casa hacia donde aguardaba el coche de los
Wright, George se inclinó hacia su esposa y le susurró al oído:
— De modo que el motivo de tanto interés es él.
— Ojalá lo fuera - replicó Lillian -. ¿No es un bolso aquello que
lleva?
— Una radio de bolsillo. Para escuchar los partes meteorológicos,
apuesto.
El hijo de los Sakkaro venía corriendo tras ellos, blandiendo un
objeto que resultó ser un barómetro aneroide, y los tres subieron al asiento
trasero. La conversación se puso en marcha y duró, con un limpio peloteo sobre
cuestiones impersonales, hasta el parque Murphy.
El muchacho se mostraba tan cortés y razonable que hasta Tommie
Wright, incrustado entre sus progenitores en el asiento delantero, se sintió
arrastrado por el ejemplo a mantener una apariencia de civilización. Lillian no
recordaba cuándo hubiera gozado de un paseo en coche tan serenamente agradable.
Y no la inquietaba lo más mínimo el hecho de que, si bien apenas
audible bajo el chorro continuo de la conversación, la radio del señor Sakkaro
seguía abierta, aunque nunca le viese acercársela al oído.
En el parque Murphy hacia un día delicioso; caliente y seco, pero
sin un calor excesivo, y animado por un sol resplandeciente en un cielo azul,
muy azul. Ni siquiera el señor Sakkaro, a pesar de estar inspeccionando
continuamente todos los rincones del firmamento con mirada atenta y fijar luego
un ojo penetrante en el barómetro, parecía encontrar motivo de queja.
Lillian acompañó a los dos muchachos a la sección de diversiones y
compró los billetes suficientes para que ambos pudieran gozar de todas y cada
una de las emociones centrífugas que el parque ofrecía.
— Por favor - le dijo a la señora Sakkaro, que no quería
permitirlo -, deje que esta vez invite yo. Le prometo que la próxima dejaré que
invite usted.
Cuando regresó, George estaba solo.
— ¿Dónde...? - preguntaba ella.
— Allá abajo, en el puesto de los refrescos. Les he dicho que te
esperaría aquí y nos reuniríamos con ellos. - El parecía sombrío.
— ¿Pasa algo?
— No, en realidad no; excepto que pienso que ese hombre debe de
ser riquísimo.
— ¿Qué?
— No sé cómo se gana la vida. He insinuado...
— ¿Quién es el curioso ahora?
— Lo hice por ti. Me ha dicho que se dedica, simplemente, a
estudiar la naturaleza humana.
— ¡Qué filosófico! Eso explicaría aquellos montones de periódicos.
— Sí, pero teniendo a un hombre guapo y rico en la puerta de al
lado, parece como si también a mi me marcaran unos modelos imposibles.
— No seas tonto.
— Ah, y no procede de Arizona.
— ¿No?
— Le he dicho que había tenido noticia de que era de Arizona. Ha
parecido tan sorprendido que se ha visto claramente que no es de allá. Después
se ha puesto a reír y me ha preguntado si tiene el acento de Arizona.
Lillian comentó pensativamente:
— Sl, tiene un acento especial. En el suroeste hay muchísima gente
que desciende de españoles, de modo que, en fin de cuentas, podría proceder de
Arizona. Sakkaro podría ser un apellido español.
— A mí me suena a japonés... Vamos, nos están haciendo señas. ¡Oh,
buen Dios, mira lo que han comprado!
Cada uno de los miembros de la familia Sakkaro tenía en las manos
tres palos de algodón de azúcar, grandes volutas de espuma rosada consistente
en hebras de azúcar obtenidas a partir de un jarabe como escarcha que habían
batido en un recipiente caliente. Era una golosina de sabor dulce que se
desvanecía en la boca y le dejaba a uno todo pegajoso.
Los Sakkaro ofrecieron uno de aquellos bastones a cada uno de los
Wright, y éstos, por pura cortesía, aceptaron.
Luego probaron suerte con los dardos, en esa especie de póquer en
que unas bolas han de rodar hacia unos hoyos, y en derribar cilindros de madera
de encima de unos pedestales. Se retrataron, grabaron sus voces y probaron la
fuerza de sus manos.
Al cabo de un rato, recogieron a los chicos, que habían quedado
reducidos a un gozoso estado de diarrea y de entrañas irritadas, y los Sakkaro
acompañaron inmediatamente al suyo al puesto de los refrigerios. Tommie insinuó
la posibilidad de prolongar sus placeres adquiriendo un «perro caliente», y
George le dio un cuarto de dólar. Tommie salió corriendo en pos de los vecinos.
— Francamente, prefiero quedarme aquí - dijo George -. Si les veo
mordisquear otro palo de algodón de azúcar me pondré verde y me darán arcadas.
Si no se han comido una docena cada uno, me la como yo.
— Lo sé, y ahora están comprando un puñado para el chico.
— He invitado al marido a despachar un par de hamburguesas mano a
mano; pero él ha puesto mala cara y ha meneado la cabeza. Claro, una
hamburguesa no es gran cosa; pero después de tanto algodón de azúcar habría de
parecer un festín.
— Lo sé. Yo le he ofrecido una naranjada a ella, y, por el salto
que ha dado al decir que no, habrías pensado que se la había arrojado a la
cara... Sin embargo, me figuro que no habían estado nunca en un lugar como éste
y necesitan un tiempo para adaptarse a la novedad. Se hartarán de algodón de
azúcar y luego se pasarán diez años sin probarlo.
— Sí, es posible. - Y fueron a reunirse con los Sakkaro -. Mira,
Lil, se está nublando.
El señor Sakkaro sostenía el aparatito de radio junto al oído y
miraba ansiosamente hacia el Oeste.
~Oh, oh, lo ha visto - dijo George -. Te apuesto cincuenta contra
uno a que querrá irse a casa.
Los tres Sakkaro se le echaron encima, muy corteses, pero
insistentes. Lo sentían en extremo, lo habían pasado maravillosamente,
imponderablemente bien, y los Wright habrían de ser sus invitados tan pronto
como pudieran arreglarlo; pero ahora, de veras, tenían que irse a casa. Se
acercaba una tormenta. La señora Sakkaro gemía y lloriqueaba diciendo que todos
los partes de la radio habían anunciado buen tiempo.
George intentó consolarlos.
— Es difícil predecir una tormenta local; pero, aún en el caso de
que viniera, y es posible que no, no duraría más de media hora a lo sumo.
Explicación que puso al menor de los Sakkaro a punto de derramar
lágrimas, e hizo temblar visiblemente la mano de la señora Sakkaro, que
sujetaba un pañuelo.
— Volvamos a casa - concluyó George -, resignado.
El viaje de regreso parecía prolongarse interminablemente. La
conversación brillaba por su ausencia. Ahora la radio del señor Sakkaro bramaba
con fuerza, mientras su dueño sintonizaba una emisora tras otra, dando cada vez
con un parte meteorológico. En estos momentos todos hablaban de «aguaceros
locales».
El pequeño Sakkaro se quejó con un hilo de voz de que el barómetro
estaba bajando, y la señora Sakkaro, con el mentón apoyado en la palma de la
mano, contemplaba el cielo con mirada lúgubre y le pedía a George si podía
hacer el favor de correr más.
— No parece muy amenazador, ¿verdad que no? - comentaba Lillian en
un cortés intento de identificarse con el estado de ánimo de su invitada.
Aunque luego George le oyó murmurar entre dientes:
— ¿Qué te parece?
Cuando entraron en la calle en que vivían, se había levantado un
viento que empujaba el polvo formado en semanas de no llover, y las hojas
susurraban con acento amenazador. Un relámpago cruzó el firmamento.
— Amigos míos, dentro de un par de minutos estarán en casa - prometió
George -. Lo conseguiremos.
Paró ante la puerta de la verja que daba acceso al espacioso patio
de los Sakkaro y saltó del coche para abrir la portezuela trasera. Creyó
recibir una gota de lluvia. Llegaban justo a tiempo.
Los Sakkaro bajaron precipitadamente, las caras estiradas por la
tensión, murmurando unas frases de agradecimiento, y se lanzaron a la carrera
hacia el largo paseo que llevaba a la puerta de la fachada.
— ¿Qué te parece? - empezó Lillian -. Uno diría que son de...
Los cielos se abrieron y la lluvia descendió en forma de gotas
gigantes, como si se hubiera reventado de pronto alguna presa celestial. Un
centenar de palos de tambor repicaban sobre la capota del coche... Y a mitad de
camino de la puerta de su casa, los Sakkaro se habían parado y levantaban la
vista al cielo con aire desesperado.
Bajo el azote de la lluvia, sus rostros se disolvían; se
disolvieron y contrajeron y resbalaron hacia el suelo. Los tres cuerpos se
reducían, desplomándose dentro de las ropas, que se deshincharon sobre el
suelo, formando tres montoncitos mojados y pegajosos.
Y mientras los Wright continuaban sentados en su coche,
transfigurados de horror, Lillian fue incapaz de reprimirse y dejar de terminar
el comentario iniciado:
— ... que son de azúcar y tienen miedo de disolverse.
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