MIS AMIGOS LOS LIBROS: El perfume, de Patrick Suskind, por Ancrugon
En el siglo
XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una
época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos
su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia
del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè Napoleón,
etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille
fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio
por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio
y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la
historia: al efímero mundo de los olores.
En la época
que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre
moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a
orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de
rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin
ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas
grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales.
Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los
mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa
sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a
cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria
y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las
iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios.
El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa
del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un
animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en
invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad
corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana,
ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en
decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.
Y, como es
natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era
la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se
convertía en
infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére
des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del
hospital Hotel-Dieu y de las parroquias vecinas, durante ochocientos años,
carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en
largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en
osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución
Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor
pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar,
sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado
después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas
de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió
un mercado de víveres.
Fue aquí, en
el lugar más maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738
Jean-Baptiste
Grenouille. Era uno de los días más calurosos del año. El calor se abatía como
plomo derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes
como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno
quemado. Cuando se iniciaron los dolores del parto, la madre de Grenouille se
encontraba en un puesto de pescado de la Rue aux Fers escamando albures que
había destripado previamente. Los pescados, seguramente sacados del Sena
aquella misma mañana, apestaban ya hasta el punto de superar el hedor de los
cadáveres. Sin embargo, la madre de Grenouille no percibía el olor a pescado
podrido o a cadáver porque su sentido del olfato estaba totalmente embotado y
además le dolía todo el cuerpo y el dolor disminuía su sensibilidad a cualquier
percepción sensorial externa. Sólo quería que los dolores cesaran, acabar lo
más rápidamente posible con el repugnante parto. Era el quinto. Todos los había
tenido en el puesto de pescado y las cinco criaturas habían nacido muertas o
medio muertas, porque su carne sanguinolenta se distinguía apenas de las tripas
de pescado que cubrían el suelo y no sobrevivían mucho rato entre ellas y por
la noche todo era recogido con una pala y llevado en carreta al cementerio o al
río. Lo mismo ocurriría hoy y la madre de Grenouille, que aún era una mujer
joven, de unos veinticinco años, muy bonita y que todavía conservaba casi todos
los dientes y algo de cabello en la cabeza y, aparte de la gota y la sífilis y
una tisis incipiente, no padecía ninguna enfermedad grave, que aún esperaba
vivir mucho tiempo, quizá cinco o diez años más y tal vez incluso casarse y
tener hijos de verdad como la esposa respetable de un artesano viudo, por
ejemplo... la madre de Grenouille deseaba que todo pasara cuanto antes. Y
cuando empezaron los dolores de parto, se acurrucó bajo el mostrador y parió
allí, como hiciera ya cinco veces, y cortó con el cuchillo el cordón umbilical
del recién nacido. En aquel momento, sin embargo, a causa del calor y el hedor,
que ella no percibía como tales, sino como algo insoportable y enervante -como
un campo de lirios o un reducido aposento demasiado lleno de narcisos-, cayó
desvanecida debajo de la mesa y fue rodando hasta el centro del arroyo, donde
quedó inmóvil, con el cuchillo en la mano.
Gritos,
corridas, la multitud se agolpa a su alrededor, avisan a la policía. La mujer
sigue
en el suelo
con el cuchillo en la mano; poco a poco, recobra el conocimiento.
¿Qué le ha
sucedido?
--Nada.
¿Qué hace con
el cuchillo?
--Nada.
¿De dónde
procede la sangre de sus refajos?
--De los
pescados.
Se levanta,
tira el cuchillo y se aleja para lavarse.
Entonces, de
modo inesperado, la criatura que yace bajo la mesa empieza a gritar. Todos se
vuelven, descubren al recién nacido entre un enjambre de moscas, tripas y
cabezas de pescado y lo levantan. Las autoridades lo entregan a una nodriza de
oficio y apresan a la madre. Y como ésta confiesa sin ambages que lo habría
dejado morir, como por otra parte ya hiciera con otros cuatro, la procesan, la
condenan por infanticidio múltiple y dos semanas más tarde la decapitan en la
Place de Gréve.
Este es el
enternecedor comienzo de una novela que no nos dejará indiferentes,
independientemente de que nos pueda agradar más o menos. En él podemos,
mediante una de las más crudas descripciones naturalistas de la literatura
contemporánea, percibir el sórdido nacimiento de nuestro personaje y, en este
preciso instante, ya nos damos cuenta que no va a ser una persona común al
resto de los mortales.
Descripciones como las del inicio se repetirán a lo largo de sus páginas, pero no todas serán tan desagradables, porque este es un libro para los sentidos y tiene la finalidad de remover los instintos más primitivos y recónditos de nuestro cuerpo, pues, y no se asombren si así ocurre, puede que lleguen a reconocerse en el protagonista y a comprenderlo en algunas ocasiones, incluso a sentir compasión por él… No teman si ello ocurre alguna vez, supongo que habrán oído hablar del “síndrome de Estocolmo”… sin embargo, por favor, corran al psiquiatra si este hecho tiene lugar durante toda la novela…
Los sentidos son las herramientas que nuestro cuerpo posee para descubrir el mundo que le rodea, mediante ellos conocemos y se nos conoce, nos relacionamos, aprendemos y nos desarrollamos como seres humanos. Y uno de ellos, el olfato, quizá el más olvidado entre los hombres, puede llegar a ser el más evocador y sugerente y, aunque es algo invisible, es el más persuasivo, capaz de dominar nuestros actos con más decisión que los otro cuatro sentidos.
Y aquí es donde radica el poder de Jean-Baptiste Grenouille (o Juan Bautista el Rana, como le llamaríamos en nuestro idioma), un hombre de aspecto físico desagradable: bajo, encorvado, cojo, con su rostro deformado a causa de las cicatrices provocadas por las innumerables enfermedades padecidas y, lo más horripilante de todo, carente de un olor corporal propio que le hacía invisible al resto de la gente, pero con la mayor capacidad olfativa de toda la humanidad, capaz de percibir los olores de todo lo que le rodeaba, distinguirlos, procesarlos y memorizarlos, para crear los perfumes más sugestivos que jamás se habían inventado y, al no tener su propio olor, podía fabricárselos a su gusto y utilizarlos a su antojo.
estiró hacia
arriba y olfateó. Inspiró aire y lo expiró a pequeñas sacudidas, como en un
estornudo
incompleto. Luego se arrugó y el niño abrió los ojos. Los ojos eran de un color
indefinido,
entre gris perla y blanco opalino tirando a cremoso, cubiertos por una especie
de película viscosa y al parecer todavía poco adecuados para la visión. Terrier
tuvo la impresión de que no le veían. La nariz, en cambio, era otra cosa. Así
como los ojos mates del niño bizqueaban sin ver, la nariz parecía apuntar hacia
un blanco fijo y Terrier tuvo la extraña sensación de que aquel blanco era él,
su persona, el propio Terrier. Las diminutas ventanillas de la nariz y los
diminutos orificios en el centro del rostro infantil se esponjaron como un
capullo al abrirse. O más bien como las hojas de aquellas pequeñas plantas
carnívoras que se cultivaban en el jardín botánico del rey. Y al igual que
éstas, parecían segregar un misterioso líquido. A Terrier se le antojó que el
niño le veía con la nariz, de un modo más agudo, inquisidor y penetrante de lo
que puede verse con los ojos, como si a través de su nariz absorbiera algo que
emanaba de él, Terrier, algo que no podía detener ni ocultar... !El niño
inodoro le olía con el mayor descaro, eso era !Le husmeaba Y Terrier se imaginó
de pronto a sí mismo apestando a sudor y a vinagre, a chucrut y a ropa sucia.
Se vio desnudo y repugnante y se sintió escudriñado por alguien que no revelaba
nada de sí mismo. Le pareció incluso que le olfateaba hasta atravesarle la piel
para oler sus entrañas. Los sentimientos más tiernos y las ideas más sucias
quedaban al descubierto ante aquella pequeña y vida nariz, que aún no era una
nariz de verdad, sino sólo un botón, un órgano minúsculo y agujereado que no
paraba de retorcerse, esponjarse y temblar. Terrier sintió terror y asco y
arrugó la propia nariz como ante algo maloliente cuya proximidad le repugnase.
Olvidó la dulce y atrayente idea de que podía ser su propia carne y sangre.
Rechazó el idilio sentimental de padre e hijo y madre fragante. Quedó rota la
agradable y acogedora fantasía que había tejido en torno a sí mismo y al niño.
Sobre sus rodillas yacía un ser extraño y frío, un animal hostil, y si no
hubiera tenido un carácter mesurado, imbuido de temor de Dios y de criterios
racionales, lo habría lanzado lejos de sí en un arranque de asco, como si se
tratase de una araña.
Se puso en pie
de un salto y dejó la cesta sobre la mesa. Quería deshacerse de aquello lo más
de prisa posible, lo antes posible, inmediatamente.
Y entonces
aquello empezó a gritar. Apretó los ojos, abrió las fauces rojas y chilló de
forma tan estridente que a Terrier se le heló la sangre en las venas. Sacudió
la cesta con el brazo estirado y chilló "chiquirrinín" para hacer
callar al niño, pero éste intensificó sus alaridos y el rostro se le amorató
como si estuviera a punto de estallar a fuerza de gritos.
A la calle con
él, pensó Terrier, a la calle inmediatamente con este... "demonio"
estuvo a punto de decir, pero se dominó a tiempo... !a la calle con este monstruo, este niño insoportable
Pero ¿a dónde lo llevo? Conocía a una docena de nodrizas y orfanatos del
barrio, pero estaban demasiado cerca, demasiado próximos a su persona, tenía
que llevar aquello más lejos, tan lejos que no pudieran oírlo, tan lejos que no
pudieran dejarlo de nuevo ante la puerta en cualquier momento; a otra diócesis,
si era posible, y a la otra orilla, todavía mejor, y lo mejor de todo
extramuros, al Faubourg Saint-Antoine, !eso mismo Allí llevaría al diablillo
chillón, hacia el este, muy lejos, pasada la Bastilla, donde cerraban las
puertas de noche.
Y se recogió
la sotana, agarró la cesta vociferante y echó a correr por el laberinto de
callejas hasta
la Rue du Faubourg Saint-Antoine, y de allí por la orilla del Sena hacia el
este y fuera de la ciudad, muy, muy lejos, hasta la Rue de Charonne y el
extremo de ésta, donde conocía las señas, cerca del convento de la Madeleine de
Trenelle, de una tal madame Gaillard, que aceptaba a niños de cualquier edad y
condición, siempre que alguien pagara su hospedaje, y allí entregó al niño, que
no había cesado de gritar, pagó un año por adelantado, regresó corriendo a la
ciudad y, una vez llegado al convento, se despojó de sus ropas como si estuvieran
contaminadas, se lavó de pies a cabeza y se acostó en su celda, se santiguó muchas
veces, oró largo rato y por fin, aliviado, concilió el sueño.
Grenouille creció sin saber que la causa de su repulsión no era su aspecto físico, sino su falta de olor. Era como un fantasma, algo inexistente, intangible, algo que nadie sabía identificar, pero incómodo, desagradable. Él no emanaba ningún aroma, pero todo su mundo se limitaba a las sensaciones que percibía mediante el olfato, incluso a la hora de hablar le era muy difícil retener las palabras que no hacían referencia al mundo olfativo… Y de este modo, empeñó toda su vida en atesorar olores para perfeccionar aromas, para alcanzar el perfume más perfecto, la esencia misma de todas las cosas, de todos los seres… Poco a poco, con tenacidad y trabajo, pues no le interesaba otra cosa en la vida, llega a convertirse en un afamado perfumista, consiguiendo los aceites esenciales de las cosas y desarrollando una colección de aromas increíble, como el olor del pomo de una puerta, por ejemplo… o creando perfumes capaces de provocar lo que a él más le conviniera en cada momento: pasar inadvertido, inspirar amor, simpatía, compasión, miedo… Pero para obtener estas fórmulas necesitaba asesinar a muchachas vírgenes de cuyos cuerpos podía licuar los fluidos corporales que contenían sus íntimos olores. Carente del sentido del bien y del mal, consideraba al resto de los seres humanos como simples objetos de los que poder usar a su antojo para conseguir los fines que había determinado, no mataba por maldad, sino por una simple y concreta necesidad de posesión de la materia prima…
Se disponía ya
a alejarse de la aburrida representación para dirigirse a su casa,pasando por
las Galerías del Louvre, cuando el viento le llevó algo, algo minúsculo, apenas
perceptible, una migaja, un tomo de fragancia, o no, todavía menos, el indicio
de una fragancia más que una fragancia en sí, y pese a ello la certeza de que
era algo jamás olfateado antes.
Retrocedió de
nuevo hasta la pared, cerró los ojos y esponjó las ventanas de la nariz. La fragancia era
de una sutileza y finura tan excepcionales, que no podía captarla, escapaba una
y otra vez a su percepción, ocultándose bajo el polvo húmedo de los petardos,
bloqueada por las emanaciones de la muchedumbre y dispersada en mil fragmentos
por los otros mil olores de la ciudad. De repente, sin embargo, volvió, pero
sólo en diminutos retazos, ofreciendo durante un breve segundo una muestra de
su magnífico potencial... y desapareció de nuevo. Grenouille sufría un
tormento. Por primera vez no era su carácter ávido el que se veía contrariado,
sino su corazón el que sufría. Tuvo el extraño presentimiento de que aquella
fragancia era la clave del ordenamiento de todas las demás fragancias, que no
podía entender nada de ninguna si no entendía precisamente ésta y que él,
Grenouille, habría desperdiciado su vida si no conseguía poseerla. Tenía que
captarla, no sólo por la mera posesión, sino para tranquilidad de su corazón.
La excitación
casi le produjo malestar. Ni siquiera se había percatado de la dirección de
donde procedía
la fragancia. Muchas veces, los intervalos entre un soplo de fraganciay otro
duraban minutos y cada vez le sobrecogía el horrible temor de haberla perdido
para siempre. Al final se convenció, desesperado, de que la fragancia provenía
de la otra orilla del río, de alguna parte en dirección sudeste.
Se apartó de
la pared del Pavillon de Flore para mezclarse con la multitud y abrirse paso hacia el
puente. A cada dos pasos se detenía y ponía de puntillas con objeto de olfatear
por encima de las cabezas; al principio la emoción no le permitió oler nada,
pero por fin logró captar y oliscar la fragancia, más intensa incluso que antes
y, sabiendo que estaba en el buen camino, volvió a andar entre la muchedumbre
de mirones y pirotécnicos, que a cada momento alzaban sus antorchas hacia las
mechas de los cohetes; entonces perdió la fragancia entre la humareda acre de
la pólvora, le dominó el pánico, se abrió paso a codazos y empujones, alcanzó
tras varios minutos interminables la orilla opuesta, el H4tel de Mailly, el
Quai Malaquest, el final de la Rue de Seine...
Allí detuvo
sus pasos, se concentró y olfateó. Ya lo tenía. Lo retuvo con fuerza. El olor
bajaba por la
Rue de Seine, claro, inconfundible, pero fino y sutil como antes. Grenouille
sintió palpitar su corazón y supo que no palpitaba por el esfuerzo de correr,
sino por la excitación de su impotencia en presencia de este aroma. Intentó
recordar algo parecido y tuvo que desechar todas las comparaciones. Esta
fragancia tenía frescura, pero no la frescura de las limas olas naranjas
amargas, no la de la mirra o la canela o la menta o los abedules o el alcanfor
o las agujas de pino, no la de la lluvia de mayo o el viento helado o el agua
del manantial... y era a la vez cálido, pero no como la bergamota, el ciprés o
el almizcle, no como el jazmín o el narciso, no como el palo de rosa o el
lirio... Esta fragancia era una mezcla de dos cosas, lo ligero y lo pesado; no,
no una mezcla, sino una unidad y además sutil y débil y sólido y denso al mismo
tiempo, como un trozo de seda fina y tornasolada... pero tampoco como la seda,
sino como la leche dulce en la que se deshace la galleta... lo cual no era
posible, por más que se quisiera: - seda y leche! Una fragancia incomprensible,
indescriptible, imposible de clasificar; de hecho, su existencia era imposible.
Y no obstante, ahí estaba, en toda su magnífica rotundidad. Grenouille la
siguió con el corazón palpitante porque presentía que no era él quien seguía a
la fragancia, sino la fragancia la que le había hecho prisionero y ahora le
atraía irrevocablemente hacia sí.
Continuó
bajando por la Rue de Seine. No había nadie en la calle. Las casas estaban vacías y
silenciosas. Todos se habían ido al río a verlos fuegos artificiales. No
estorbaba ningún penetrante olor humano, ningún potente tufo de pólvora. La
calle olía a la mezcla habitual de agua, excrementos, ratas y verduras en
descomposición, pero por encima de todo ello flotaba, clara y sutil, la estela
que guiaba a Grenouille. A los pocos pasos desapareció tras los altos edificios
la escasa luz nocturna del cielo y Grenouille continuó caminando en la
oscuridad. No necesitaba ver; la fragancia le conducía sin posibilidad de
error.
A los
cincuenta metros dobló a la derecha la esquina de la Rue des Marais, una callejuela
todavía más tenebrosa cuya anchura podía medirse con los brazos abiertos. Extrañamente,
la fragancia no se intensificó, sólo adquirió más pureza y, a causa de esta pureza cada
vez mayor, ganó una fuerza de atracción aún más poderosa. Grenouille avanzaba como
un autómata. En un punto determinado la fragancia le guió bruscamente hacia la
derecha, al parecer contra la pared de una casa. Apareció un umbral bajo que
conducía al patio interior.
Como en un
sueño, Grenouille cruzó este umbral, dobló un recodo y salió a un segundo patio
interior, de menor tamaño que el otro, donde por fin vio arder una luz: el
cuadrilátero sólo medía unos cuantos pasos. De la pared sobresalía un tejadillo
de madera inclinado y debajo de él, sobre una mesa, parpadeaba una vela. Una
muchacha se hallaba sentada ante esta mesa, limpiando ciruelas amarillas. Las
cogía de una cesta que tenía a su izquierda, las despezonaba y deshuesaba con
un cuchillo y las dejaba caer en un cubo. Debía tener trece o catorce años.
Grenouille se
detuvo. Supo inmediatamente de dónde procedía la fragancia que había seguido durante
más de media milla desde la otra margen del río: no de este patio sucio ni de
las ciruelas amarillas. Procedía de la muchacha.
Por un momento
se sintió tan confuso que creyó realmente no haber visto nunca en su
,ida nada tan
hermoso como esta muchacha. Sólo veía su silueta desde atrás, a contraluz de la
vela. Pensó, naturalmente, que nunca había olido nada tan hermoso. Sin embargo,
como conocía los olores humanos, muchos miles de ellos, olores de hombres,
mujeres y niños, no quería creer que una fragancia tan exquisita pudiera emanar
de un ser humano.
Casi siempre los
seres humanos tenían un olor insignificante o detestable. El de los niños era
insulso, el de los hombres consistía en orina, sudor fuerte y queso, el de las
mujeres, en grasa rancia y pescado podrido. Todos sus olores carecían de
interés y eran repugnantes... y por ello ahora ocurrió que Grenouille, por
primera vez en su vida, desconfió de su nariz y tuvo que acudir a la ayuda
visual para creer lo que olía. La confusión de sus sentidos no duró mucho; en
realidad, necesitó sólo un momento para cerciorarse ópticamente y entregarse de
nuevo, sin reservas, a las percepciones de su sentido del olfato. Ahora
"olía" que ella era un ser humano, olía el sudor de sus axilas, la
grasa de sus cabellos, el olor a pescado de su sexo, y lo olía con el mayor placer.
Su sudor era tan fresco como la brisa marina, el sebo de sus cabellos, tan
dulce como el
aceite de
nuez, su sexo olía como un ramo de nenúfares, su piel, como la flor de
albaricoque... y la combinación de estos elementos producía un perfume tan
rico, tan equilibrado, tan fascinante, que todo cuanto Grenouille había olido
hasta entonces en perfumes, todos los edificios odoríferos que había creado en
su imaginación, se le antojaron de repente una mera insensatez. Centenares de
miles de fragancias parecieron perder todo su valor ante esta fragancia
determinada. Se trataba del principio supremo, del modelo según el cual debía clasificar
todos los demás. Era la belleza pura.
Grenouille vio
con claridad que su vida ya no tenía sentido sin la posesión de esta
fragancia.
Debía conocerla con todas sus particularidades, hasta el más íntimo y sutil de
sus pormenores; el simple recuerdo de su complejidad no era suficiente para él.
Quería grabar el apoteósico perfume como con un troquel en la negrura confusa
de su alma, investigarlo exhaustivamente y en lo sucesivo sólo pensar, vivir y
oler de acuerdo con las estructuras internas de esta fórmula mágica.
Se fue
acercando despacio a la muchacha, aproximándose más y más hasta que estuvo bajo
el tejadillo, a un paso detrás de ella. La muchacha no le oyó.
Tenía cabellos
rojizos y llevaba un vestido gris sin mangas. Sus brazos eran muy blancos y las
manos amarillas por el jugo de las ciruelas partidas. Grenouille se inclinó
sobre ella y aspiró su fragancia, ahora totalmente desprovista de mezclas, tal
como emanaba de su
nuca, de sus
cabellos y del escote y se dejó invadir por ella como por una ligera brisa. Jamás
había sentido un bienestar semejante. En cambio, la muchacha sintió frío.
No veía a
Grenouille, pero experimentó cierta inquietud y un singular estremecimiento,
como
sorprendida de repente por el viejo temor ya olvidado. Le pareció sentir una
corriente fría en la nuca, como si alguien hubiera abierto la puerta de un
sótano inmenso y helado. Dejó el cuchillo, se llevó los brazos al pecho y se
volvió.
El susto de
verle la dejó pasmada, por lo que él dispuso de mucho tiempo para rodearle
el cuello con
las manos. La muchacha no intentó gritar, no se movió, no hizo ningún gesto de rechazo
y él, por su parte, no la miró. No vio su bonito rostro salpicado de pecas, los
labios rojos, los grandes ojos verdes y centelleantes, porque mantuvo bien
cerrados los propios mientras la estrangulaba, dominado por una única preocupación:
no perderse absolutamente nada de su fragancia.
Cuando estuvo
muerta, la tendió en el suelo entre los huesos de ciruela, le desgarró el vestido y la
fragancia se convirtió en torrente que le inundó con su aroma. Apretó la cara
contra su piel y la pasó, con las ventanas de la nariz esponjadas, por su
vientre, pecho, garganta, rostro, cabellos y otra vez por el vientre hasta el
sexo, los muslos y las blancas pantorrillas. La olfateó desde la cabeza hasta
la punta de los pies, recogiendo los últimos restos de su fragancia en la
barbilla, en el ombligo y en el hueco del codo.
Cuando la hubo
olido hasta marchitarla por completo, permaneció todavía un rato a su lado en
cuclillas para sobreponerse, porque estaba saturado de ella. No quería derramar
nada de su perfume y ante todo tenía que dejar bien cerrados los mamparos de su
interior. Después se levantó y apagó la vela de un soplo.
El poder que su descubrimiento le dio era inmenso, podía hacer de las personas marionetas que manejar a su gusto, pero entonces se dio cuenta que la gente le daba asco y todos esos años de humillaciones, desprecio, soledad, afloraron en un sentimiento que nunca antes había conocido: odio.
No quiero seguir contando las aventuras de Jean-Baptiste Grenouille porque lo interesante es que las descubra el propio lector, simplemente queda por decir que tras esta historia de un asesino en serie, se esconden la falsedad, miserias y la pobreza de espíritu de una sociedad que no ha avanzado moralmente en todos los siglos de historia y en cuyo seno, la razón se subordina a los instintos.
La
consecuencia fue que la inminente ejecución de uno de los criminales más aborrecibles
de su época se transformó en la mayor bacanal conocida en el mundo después del siglo
segundo antes de la era cristiana: mujeres recatadas se rasgaban la blusa,
descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban por el suelo con
las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos
desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los
pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada
invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y
con las parejas más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa
de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como
venían. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba
con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal.
Grenouille
permanecía inmóvil y sonreía, y su sonrisa, para aquellos que la veían, era la más inocente,
cariñosa, encantadora y a la vez seductora del mundo. Sin embargo, no era en realidad
una sonrisa, sino una mueca horrible y cínica que torcía sus labios y reflejaba
todo su triunfo y todo su desprecio. Él, Jean-Baptiste Grenouille, nacido sin
olor en el lugar más nauseabundo de la tierra, en medio de basura, excrementos
y putrefacción, criado sin amor, sobreviviendo sin el calor del alma humana y
sólo por obstinación y la fuerza de la repugnancia, bajo, encorvado, cojo, feo,
despreciado, un monstruo por dentro y por fuera... había conseguido ser
estimado por el mundo. ¿Cómo, estimado? Amado! Venerado! Idolatrado! Había
llevado a cabo la proeza de Prometeo. A fuerza de porfiar y con un refinamiento
infinito, había conquistado la chispa divina que los demás recibían gratis en
la cuna y que sólo a él le había sido negada. más aún! La había prendido él
mismo, sin ayuda, en su interior. Era aún más grande que Prometeo. Se había
creado un aura propia, más deslumbrante y más efectiva que la poseída por
cualquier otro hombre. Y no la debía a nadie -ni a un padre, ni a una madre y
todavía menos a un Dios misericordioso-, sino sólo a sí mismo. De hecho, era su
propio Dios y un Dios mucho más magnífico que aquel Dios que apestaba a
incienso y se alojaba en las iglesias. Ante él estaba postrado un obispo
auténtico que gimoteaba de placer. Los ricos y poderosos, los altivos
caballeros y damas le admiraban boquiabiertos mientras el pueblo, entre el que se
encontraban padre, madre, hermanos y hermanas de sus víctimas, hacían corro
para venerarle y celebraban orgías en su nombre. A una señal suya, todos
renegarían de su Dios y le adorarían a él, el Gran Grenouille.
Sí,
"era" el Gran Grenouille! Ahora quedaba demostrado. Igual que en sus
amadas fantasías, así era ahora en la realidad. En este momento estaba viviendo
el mayor triunfo de su vida. Y tuvo una horrible sensación.
Tuvo una
horrible sensación porque no podía disfrutar ni un segundo de aquel triunfo. En el instante en
que se apeó del carruaje y puso los pies en la soleada plaza, llevando el
perfume que inspira amor en los hombres, el perfume en cuya elaboración había
trabajado dos años, el perfume por cuya posesión había suspirado toda su
vida... en aquel instante en que vio y olió su irresistible efecto y la rapidez
con que, al difundirse, atraía y apresaba a su alrededor a los seres humanos,
en aquel instante volvió a invadirle la enorme repugnancia que le inspiraban
los hombres y ésta le amargó el triunfo hasta tal extremo, que no sólo no
sintió ninguna alegría, sino tampoco el menor rastro de satisfacción. Lo que
siempre había anhelado, que los demás le amaran, le resultó insoportable en el
momento de su triunfo, porque él no los amaba, los aborrecía. Y supo de repente
que jamás encontraría satisfacción en el amor, sino en el odio, en odiar y ser
odiado.
Sin embargo,
el odio que sentía por los hombres no encontraba ningún eco en éstos.
Cuanto más los
aborrecía en este instante, tanto más le idolatraban ellos, porque lo único que
percibían de él era su aura usurpada, su máscara fragante, su perfume robado,
que de hecho servía para inspirar adoración.
Escritor alemán nacido el 26 de marzo de 1949 en la localidad de Ansbach, en el estado de Baviera, en el seno de una familia de intelectuales, pues su padre, Wilhelm Emanuel Süskind, fue escritor y traductor y su hermano mayor, Martin E. Süskind, es periodista.
Estudió Historia en las universidades de Munich y Aix-en-Provence (Francia) y ha escrito obras en diversos géneros: teatro, novela y guiones de televisión, pero su gran éxito ha sido “El perfume”, traducida a medio centenar de lenguas y con una venta millonaria de volúmenes.
Süskind es un hombre bastante reservado y enigmático, muy celoso de su intimidad y rara vez concede entrevistas o acepta reconocimientos o premios.
LA PELÍCULA: EL PERFUME, HISTORIA DE UN ASESINO
Süskind quería que fuera dirigida por Stanley Kubrick o Miloš Forman, pues pensaba que sólo ellos serían capaces de ajustarse adecuadamente al libro. Sin embargo al final tuvo que ceder y le vendió sus derechos al productor Bernd Eichinger, quien, a causa de que la firma Constantin Film se negó a poner el dinero, tuvo que obtener un préstamo personal para hacer frente al rodaje, el cual costó, aproximadamente, 10 millones de euros para obtener los derechos, y 50 millones para rodarla.
Eichinger llamó a Tom Tykwer para dirigir la grabación y ellos dos, junto con Birkin, adaptaron la novela. Tenían previsto comenzar los trabajos en el año 2004, pero tuvieron problemas para encontrar el actor adecuado para desempeñar el papel de Jean-Baptiste Grenouille, hasta que un año más tarde dieron con el actor inglés Ben Whishaw, bastante desconocido hasta entonces, quedando el reparto de la siguiente manera:
Ben Whishaw – Jean-Baptiste Grenoille
Dustin Hoffman – Giuseppe Baldini
Alan Rickman – Antoine Richis
Rachel Hurd-Wood – Laura Richis
Karoline Herfurth – Vendedora de ciruelas
Sian Thomas - Madame Gallard
Francesc Albiol – Oficial de la Corte
Simon Chandler – Mayor de Grasse
David Calder – Obispo de Grasse
Richard Felix – Jefe del Magistrado
Alvaro Rogue – Grenouille a los 5 años
Franck Lefeuvre - Grenouille a los 12 años
Tykwer se inspiró en pintores como Caravaggio, Wright o Rembrant para ambientar las localizaciones de la película y sus escenas, bastante oscuras no sólo por recrear la época, sino también para evocar la naturaleza de la historia que se contaba.
La música fue compuesta por el mismo Tom Tykwer, Johnny Klimek y Reinhold Heil e interpretado por la Orquesta Filarmónica de Berlín bajo la dirección de Simon Rattle.
“El perfume” fue un éxito de taquilla y de crítica, sobre todo en Europa.
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