REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Enguix, por Vicent M.B.


Hace pocos días, por fin, conseguimos quedar la vieja guardia de Valencia. Un grupo relativamente numeroso de gente que compartimos residencia, primero, y pisos diversos de estudiantes, después, en los años de facultad. Costó. Costó mucho más de lo que estábamos acostumbrados. Y fue terrible cuadrar calendarios y horarios, así que decidimos hacer una jornada continua y que cada cual acudiera cuando pudiera y se largara a la hora que le marcaran las obligaciones, mayormente conyugales. Así que quedamos para el café y las copas. El lugar estuvo claro desde el primer momento. Tenía que ser en el Carmen, donde estaba el colegio mayor donde compartimos años, vivencias y enfermedades venéreas. Y en el barrio solo queda un bar digno de ser llamado como tal.

No es un secreto para nadie que viva o haya pasado por Valencia, pero el que fue nuestro barrio es (ya lo era entonces) un barrio de mentira, un parque temático del alternativismo pijo de la capital. Es, además, el gettho rosa de la ciudad, con 5 estrellas en la Guía Espartaco (verídico). A consecuencia de ello, en la amplia extensión que ocupa hay numerosísimas tiendas de ropa modernuza, bares de ambiente y locales de copas hasta aburrir y las tiendas de diseño más pretenciosamente cool de Valencia. Para compensar, hay solo una papelería que tenga bolis BIC, solo un supermercado, solo un ultramarinos con tendera con delantal. Y claro, solo un bar de verdad. Un bar con las cámaras en un armario de puertas de acero inoxidable. Un bar con los palillos encima de la barra. Un bar que exhibe orgulloso su colección de botellas de brandy barato y sus estampas de San Pancracio, mártir de salud y trabajo. Un bar que todavía tiene en el mostrador de las tapas una reluciente fuente de sangre frita con cebolla. El Arandinos.

Así que allí nos citamos. Y allí fuimos acudiendo los treintañeros que en su día fuimos la ruidosa vanguardia juvenil del barrio. Allí, arrastrando nuestra divertida decadencia llegó el cristiano de base que dejó la iglesia para casarse con una camarera. El odontólogo que nos colaba a todos en la Clínica Universitaria y que, sólo 6 meses después de abrir consulta propia, ya tenía a 3 personas trabajando para él. Llegó Juan, capaz de acabar Industriales saliendo de fiesta 20 días al mes: sigue cerrando bares con casi la misma frecuencia y ahora además parte el bacalao en una empresa que fabrica locomotoras, donde tiene a su cargo a casi 100 trabajadores. Llegó un poco más tarde Manel, el rara avis que estaba matriculado en magisterio mientras tocaba el violín ocho horas al día: venía de ensayar con la orquesta, esa semana les dirigía Frühbeck de Burgos, y parece que el maestro les está apretando las tuercas. Llegó el médico brillante y también, lógicamente, toda la gente que los buitres de recursos humanos llamarían "de perfil bajo": el psicólogo que sobrevive con sueldos mediocres empalmando un máster tras otro, el que estudiaba Derecho y se ha vuelto al pueblo, al bufete de su padre, y tres doctores en ciencias básicas contándome a mí. Y, por supuesto, los que mandaron solemne y, a la vista de los hechos, acertadamente a la mierda a la universidad.

Allí fuimos llegando todos. Y todos, sin excepción, cumplimos con el mismo ritual: respondimos al saludo de Ramón, el eterno camarero -"Joveeeeeeee", nos espetó a todos en su irrenunciable valenciano- y seguidamente, como no podía ser de otra forma, nos giramos hacia la esquina del fondo. Y, diluyendo las incertidumbres de los hombres de poca fe, allí seguía Enguix. Como no podía ser de otro modo.

Enguix era la institución del bar, y lo único noble que quedaba en muchas manzanas, entre las cuales, no nos olvidemos, están las Cortes y la Generalitat. Un hombre alto, delgado pero de espaldas cargadas, con un pelo blanco y duro como las cerdas de un cepillo no demasiado escaso para su edad. Edad que, por supuesto, todos desconocíamos. Como desconocíamos su nombre de pila o si Enguix era realmente su apellido. Como desconocíamos la verdad última de su vida.

De Enguix se contaban todo tipo de historias. Se le atribuía indistintamente un pasado en la guerrilla de Cristo Rey, en el PSAN, en el FRAP o en la cama de Rosita Amores. Se decía que, durante la Marcha Verde, él estaba con el chapiri en una trinchera, puesto hasta las orejas de coñac y hachís que los mandos regalaban a kilos a los reclutas para que no se largaran corriendo. Nadie sabía a qué se había dedicado antes de los aproximadamente sesenta y cinco años que tenía cuando le conocimos. Le habíamos oído chapurrear alemán e inglés y hablar un francés exquisito con algún turista perdido. Cuando era temporada, podía hablar con cualquiera de cómo podar un olivo, cuándo sembrar las patatas o de la mejor luna para vendimiar el tempranillo. Lo único que contaba de él Ramón el camarero era que, de niño, vivía en un anexo a la Basílica de los Desamparados como miembro huérfano de la Escolanía de la Virgen. Tal vez era la único cierto, porque, quien más, quien menos, había asistido al espectáculo más inenarrable de toda Ciutat Vella: Enguix levantándose ruidosamente de la silla a la entrada de alguna señorita (o señora cincuentona, lo mismo daba, mientras respondiera a su canon ubérrimo de belleza) para entonar con voz de trueno pero maravillosamente afinada el Tantum Ergo de Duruflé. A la zaga de la certeza de esa escena gloriosa, corría el rumor de que la misma Rita Barberá había acudido al bar un día, señalada ocasión que el cantor aprovechó para cambiar el canto litúrgico por "Ya se murió el arbolito". El hombre era puro salfumán.


Ese día, pues, después de presentarle nuestros respetos, le invitamos a sentarse con nosotros a la mesa. Como siempre, desdeñó el ofrecimiento. Pero, cuando cogimos la baraja para acompañar el trasiego de copas, se acercó arrastrando la silla para prestar atención a la partida. Como siempre, también. Yo solo le vi jugar a las cartas un par de veces. Una de ellas se sentó con nosotros y, haciendo pareja con Ramón, nos ganó una partida al truc con cuarenta euros encima de la mesa. Aunque "nos ganó" es un eufemismo amable: lo que hizo fue destrozarnos con la parsimonia con la que se espanta uno las moscas para, al acabar, pegarnos dos tremendas collejas recriminándonos que nos dedicáramos a jugar a las cartas en lugar de estar sorbiéndonos los mocos. Esta vez, aunque le invitamos, no quiso unirse, pero allí estaba asomado al balcón de la mesa, metiendo el puro encima de las cartas.

Porque Enguix, por lo visto, no había dejado de fumar dentro del bar. ¿Se arriesgaba a algo por ello? Teniendo en cuenta los respetos que le profesaban los policías que solían tomar café allí, era más que dudoso. Porque esa era la otra: tras la Geperudeta, no había en todo el distrito nadie susceptible de mayores honores que él. Los policías le llamaban "mi coronel" sin que se apreciara retranca, un antiguo conseller comunista que acudía a desayunar en días alternos se cuadraba (este sí, con sorna) y le llamaba camarada antes de sentarse a la mesa con él. Así con todos, con mención especial para las putas del barrio: todas sin excepción, antes de siquiera dirigir la vista a la barra, iban a su mesa y le daban un beso en la mejilla o en la sien. Si el hombre tenía el día de humor, les pellizcaba el culo cuando se iban. Si lo tenía torcido, les soltaba unos requiebros que hacían sonrojar, por lo soez, a toda la parroquia. Si estuviéramos hablando de cualquier otro, estaría claro que las señoritas le devolvían con algo de cariño el volumen de negocio que les proporcionaba. Pero con Enguix nunca se sabía qué pasaba en realidad, y eso sin tener en cuenta que a su edad costaba imaginarlo trajinando tanto material. Porque, sí, algunas de las que venían a presentarle sus respetos eran esas matronas entrañables del barrio, mujeres tremendamente dignas y elegantes que, con un cortado, contaban solo a quien creían merecedores de confianza los salvajes años ochenta en los que se trabajaba desde el Parterre hasta el Mercado Central. Pero también le saludaban las niñas sudamericanas que se escondían por Velluters o incluso las espectaculares jovencitas que, decían, recibían por una puerta trasera de la misma Plaza de la Reina y, decían, tenían en nómina a varios expresidentes del Valencia CF.

Conque así se pasó la partida, tirando de caliqueño y haciendo petar la lengua contra el paladar cada vez que alguien se jugaba la mano. Cuando acabamos musitó un "burros" a media voz y se retiró, seguramente por no contestar a los que, algo pasados de pacharán, le intentaban sacar algún exabrupto

Cuando la hora de cenar se nos fue viniendo encima, nos fuimos con una tajada considerable a buscar algún sitio para comer algo. Desde los años en que quedábamos regularmente para cenar en el bar, un poco sí que hemos mejorado económicamente, pero sobre todo hemos ganado en tontería, así que renunciamos al plato combinado estrella (longaniza, chorizo, dos huevos fritos y patatas) que nos preparaba Ramón cuando nos escapábamos a oxigenarnos las noches de estudio. En la puerta del bar los que ya han sido padres se despidieron, y allí dejamos a Enguix. La noche, por supuesto, se complicó. Los casados se quitaron el anillo para no sentir demasiados remordimientos, y los solteros se lo pidieron para jugar con el morbo a la hora de ligar. Primero al pub, después a la discoteca y después, los más fuertes, a un after lleno de transexuales peligrosamente cerca del Ayuntamiento. Para dormir, ya de día, hubo que amontonarse en un piso de la zona de estudiantes, donde pudimos gozar con viejas costumbres, de esas que nunca se pierden: Ferrero, el médico diabético, al borde del shock glucémico por haberse pasado con los cubatas; Lluch, la percutora de Gandía, consiguiendo (una vez más) que la niña de apenas diecinueve años que se había llevado al piso gimiera a un volumen suficiente para despertar al resto de sufridos inquilinos; Gil, el maño, comprándose el Marca a la salida del after y comentándolo en voz alta para todo el autobús de la EMT. Y el que suscribe, desayunando cerveza en la cocina con el resto de supervivientes y algunas niñas de la Ribera que se habían extraviado en el camino de vuelta al piso que les pagan sus padres.


Ya por la tarde, volví a desayunar -esta vez sí, un café con leche- al Arandinos. Llegué al bar y, cómo no, allí estaba Enguix. Pedí en la barra y esperé a que me invitara a sentarme con él. No lo hizo, y yo no osé pedírselo, así que después de veinte minutos y un coñac, pagué y me levanté. Y cuando ya estaba llegando a la puerta oí que me preguntaba "¿Qué, cómo acabasteis ayer?". Me giré y con la mirada me invitó a unirme a él. Nos sentamos y le conté la noche que habíamos pasado, y también un poco de las noches de los últimos cinco años. Le hablé de la tesis, de los resultados que había obtenido, de Taipei, Ginebra y Boston, de los polvos que había pegado y de las cuevas del Sacromonte, que resultó conocer mucho mejor que yo.

No sé qué haremos cuando seamos cuarentones. Tal vez quedar cada dos o tres años para hacer lo mismo que hicimos el otro día, sólo que con un grado de patetismo atroz. Tal vez los casados se habrán separado y les habrán jodido la vida a sus hijos. Tal vez los solteros lo sigan siendo, o quizás consigan, alguno tras más de diez años, que alguien les soporte. La única certeza que tengo es que, con el resto de la tropa o sin ella, yo intentaré pasarme al menos un par de veces al año a tomarme una cerveza en el Arandinos para poder encararme a Enguix y saludarle con el "hola, señor catedrático" que acostumbrábamos.

Y, con cuarenta, con sesenta, o con ochenta, sé que nunca me perdonaré no haber sido como
él.

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